La loba y el mapache – Alison Boyle


El viento aullaba y gemía. La loba se cubría la cara con su gran cola peluda, protegiendo sus delicados ojos y su hocico del cruel invierno. Su espesa piel albergaba unas calientes y diminutas bolsas de aire que la protegían del frío como si fuese una colcha.

Mientras la loba dormía, la espesa nieve caía de las sombrías nubes posándose en las ramas verdes que había encima de ella.
Una pequeña criatura hecha un ovillo corría por las ramas de los árboles, rozando las pinchudas hojas. Pasó saltándolas y rozándolas, tropezando ligeramente con sus delicados pies. Era un mapache, con las orejas alerta, que quería divertirse.

El mapache vio a la loba y se detuvo. Ladeó la cabeza pensando cómo podía gastarle una broma a aquella infeliz que dormía tan plácidamente. En un abrir y cerrar de ojos dio una voltereta, aterrizó en la rama nevada e hizo que un gran puñado de nieve se desplomara sobre la cabeza de la pobre loba.

¡Plaf! ¡Plof!
¡Eeeh! ¡Eeeh!

La loba se levantó de pronto y miró a un lado y a otro buscando a su atacante, pero no vio a nadie. Se resguardó detrás de un grueso tronco de árbol y permaneció con los ojos alerta, mirando hacia todas partes…, menos hacia arriba.

¡Plof!

Otro puñado de nieve aterrizó en su cabeza. Esta vez miró hacia arriba. Allí estaba el atrevido mapache con su cola erizada, su pelo oscuro alrededor de los ojos, como si llevara un antifaz, y su suave hocico negro.

¡Grrrr! –gruñó la loba.
¡Grrrr! –la imitó el mapache, sintiéndose a salvo en el árbol.
Los lobos pueden encaramarse a los árboles en una situación extrema, ¡y éste era el caso! Buscó la rama más baja y con las potentes uñas de sus patas se aupó hasta situarse debajo del mapache.
El mapache seguía sonriendo y antes de saltar a una rama más alta, rozó suavemente un puñado de nieve con su cola erizada enviando una lluvia de motitas blancas a la cara de la loba.

¡Grrr!- lanzó un gruñido estridente la loba, que enojada dio un brinco para acercarse al mapache.
Durante un buen rato, los dos animales peludos se estuvieron persiguiendo entre los abetos.
El revuelo que ocasionaron fue tan grande que asustaron a los restantes animales del bosque.

¡Aaaay! – se quejaban las blancas lechuzas cuando una rama les golpeó el pico.
¡Brrr! – bramaban los ciervos que estaban acurrucados para protegerse del frío.
¡Ehhhoh! – gritaban los juguetones castores que querían unirse al juego.

Pero su padre los mantenía alejados y les dijo que aquello era un juego de adultos en el que ellos no podían participar porque era demasiado peligroso.
¡Grrrr!- gruñó ferozmente la loba.

¡Eeeh! ¡Eeeh!- se burló el mapache desde lo alto de un árbol.
Al poco rato, los dos animales, exhaustos y sin aliento, se detuvieron. El mapache se sentó tranquilamente en una ramita, mientras que la loba se quedó peligrosamente colgada de una rama demasiado delgada para soportar su peso. La rama se inclinaba cada vez más hasta que…
¡Craaaac! Se rompió. La loba salió despedida hacia donde se encontraba el mapache y…

¡Eeeeh! – gritaron ambos animales al chocar sus cabezas y caer al suelo desde lo alto del abeto.
Por fortuna, no se lastimaron. La loba y el mapache cayeron el uno encima de la otra sobre un colchón de nieve. Se miraron en silencio mientras a su alrededor el viento aullaba y gemía. El intenso frío del bosque helado fue atravesando lentamente el caliente pelaje de sus lomos hasta que ambos sintieron un frío terrible.

Les dolía todo el cuerpo y los hocicos se habían vuelto morados. La loba y el mapache empezaron a temblar.
-¿Y si guardamos nuestras energías para combatir el frío en vez de pelearnos? –sugirió la loba.
-Buena idea- dijo el mapache.

En un instante, los dos amigos estaban acurrucados uno junto al otro compartiendo el abrigo de sus peludas colas y durmiendo apaciblemente. A la mañana siguiente, al despertar, comprobaron con satisfacción que la primavera había llegado.




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