Un kilo de manías – David Paloma y Mabel Piérola
Había una
vez un hombre que vivía solo y que estaba cargado de manías. Dormía con dos
cojines debajo de cada brazo. Nunca se levantaba con el pie izquierdo. Se
duchaba con agua fría los días laborables y con agua caliente los fines de
semana.
Siempre se sentaba
de manera que quedara perpendicular a la mesa. Desayunaba lo que más le
apetecía y después se lavaba los dientes de arriba con un cepillo que era el
doble de largo que el cepillo que usaba para los dientes de abajo.
Y cada día,
cuando salía a comprar, cogía un cesto, o tres, o cinco… (siempre un número
impar). ¡Ah, y lo compraba todo a peso!
-¿Puede
ponerme un kilo de rábanos, por favor?
-¿Algo más?
-Sí, un kilo
de zanahorias bien largas.
-¿Algo más?
-Y un kilo
de tomates.
Al verdulero
le extrañaba bastante la cantidad de kilos que le vendía. Y también al frutero
le parecía raro.
-Póngame un
kilo de melocotones, por favor –pedía con cortesía.
-¿Algo más?
-Y un kilo
de plátanos, no muy maduros.
-¿Algo más?
-Y un kilo
de lo que sea mientras esté en oferta.
El hombre
compraba a peso incluso las cosas que se venden por unidades.
-¿Podría
ponerme un kilo de libros, por favor? –le decía a la librera.
La librera
alzaba las cejas y decía que no con la cabeza. Pero como el hombre insistía,
acababa sacando una balanza y le ponía seis o siete libros.
-¿No tiene
alguno más gordo? –le preguntó el hombre una vez, guiñándole un ojo.
Y la librera
cogió dos libros bien gordos y se los pesó.
-Mire, así
casi le hacen el kilo. Sólo faltan cincuenta gramos.
El hombre de
los kilos no podía volver a su casa con una compra que no hiciera un kilo. Así
que dijo:
-¿Por qué no
me añade un capítulo de una historia de amor?
Un día, el
verdulero, el frutero y la librera se pusieron de acuerdo para dar un par de
consejos al hombre de los kilos. Primero: que tantos kilos de verduras y frutas
eran excesivos para una persona sola (porque la comida si no se come, se
estropea). Y segundo: que hay cosas que se venden a peso y cosas que se venden
por unidades.
El hombre se
lo agradeció, pero entendió lo que quiso. De manera que cuando iba a la
verdulería decía:
-Póngame
medio kilo de judías verdes, por favor. Y medio kilo de patatas. Y medio kilo
de pimientos. Y medio kilo de nabos.
Y después,
cuando iba a la frutería, decía:
-Quisiera medio
kilo de fresas, por favor. Y medio kilo de nísperos. Y medio kilo de kiwis. Y
medio kilo de albaricoques.
El verdulero
y el frutero se alegraron de que el hombre de los kilos ya no pidiese un kilo
de todo, pero pensaron que aún continuaba con la manía del peso. Cuando entró
en la librería, el hombre de los kilos miró de reojo a la librera. Cogió un
libro muy gordo y lo hojeó. Después cogió otro aún más gordo y se fue al
mostrador. Por un momento, el hombre dudó. Se puso un poco colorado y…
Al final, empezó
a decir:
-¿Podría
ponerme…medio kilo…?
La librera
alzó las cejas.
-Medio kilo
de su amor, que es dulce y tierno. Y me
envuelve para regalo estos dos libros –acabó diciendo de golpe.
Y mira por
dónde, la librera dijo que sí con la cabeza. Y vivieron juntos y fueron muy
felices. Sobre todo, porque la mujer le enseñó que, al ir de compras, había que
ser más exacto y pedir las cosas por su nombre.
Gracias a la
librera, el hombre se quitó una manía de encima. Pero vale la pena decir que
cogió otra muy apasionada: cada día el hombre llenaba una libreta de besos. Y
si los besos se pudieran pensar, seguro que cada noche habría llenado unos
cuantos cestos.
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