El reloj de mi abuela- Geraldine McCaughream
En casa de
la abuela hay un reloj de pie, pero no funciona. Las manillas de su enorme
esfera nunca se mueven. Una vez, abrí la puerta delantera para ver por qué, y
no encontré más que un paraguas, un bastón y un cuadro del rey Zog.
-Deberías
arreglar el reloj –dije
-¿Por qué?
–dijo el abuelo-. ¡Al menos dos veces al día da la hora bien!
-¿Por qué?
–dijo la abuela-. Si tengo muchos otros relojes que me dicen qué hora es. Miré
a mi alrededor. En casa de la abuela no había más relojes
-¿Dónde
están?- pregunté.
La abuela
dijo:
-Puedo
contar los segundos con los latidos de mi corazón. ¿No te has dado cuenta de
que los segundos pasan deprisa cuando la vida es emocionante?
Los momentos
son mucho más cortos que los segundos. Pasan en un abrir y cerrar de ojos. Un minuto
es lo que se tarda en pensar alfo y decirlo con palabras. En dos, puedo leer
una página de mi libro.
Una hora es
lo que tarda el agua de la bañera en enfriarse….o lo que tarda el abuelo en
leer el periódico. O lo que tardamos los dos en pasear al perro.
Puedo saber
qué hora de la mañana es por las sombras del magnolio, que son más cortas.
Cuando vuelven a alargarse, es que ha llegado el atardecer.
Cada mañana
los pájaros me despiertan temprano con su canto matutino.
Cada
atardecer, veo desde la ventana las luces de las otras casas, que hacen señales
a los barcos que están en la mar: si están encendidas, es hora de cenar; si
están apagadas, es hora de dormir.
Tú sabes que
el día se ha terminado cuando tu madre te da un beso de buenas noches, ¿verdad?
-¿Y cómo
sabes qué día de la semana es? –le pregunté a la abuela.
-Eso también
es muy fácil –me contestó.
El lunes,
por el aroma que desprenden los bizcochos horneados desde las ventanas
abiertas.
El martes,
por los barcos pesqueros que regresan a casa.
El miércoles,
por el ruido que arman los basureros recogiendo la basura.
El jueves,
por los roces de los zapatos de la escuela.
Y los
viernes, por las caras grisáceas en el tren. Sé que ha llegado el fin de semana
porque todo va más despacio. Los sábados hay tiempo para jugar. Y los domingos,
las familias, como la nuestra, se reúnen. Por eso el domingo es mi día
preferido.
En una
semana se acumula polvo suficiente en el reloj de pie como para necesitar una
limpieza.
En un mes,
la luna crece y mengua, tejiendo en la noche crisálida dorada, para después,
poco a poco, dar paso a la oscuridad. Las mareas también te dicen el tiempo. Se
guían por la luna.
Las
estaciones son fáciles, claro: con las flores en primavera, la brisa cálida y
húmeda del verano, los árboles teñidos de fuego en otoño, y los días de nieve en los que tu aliento
parece humo de dragón.
En cuanto a
los años –dijo la abuela en tono triste -, los puedes contar fácilmente por las
canas de mi cabello, por las arrugas de mi cara. ¡Y por lo cerca que está tu
cabeza de la mía!
La vida,
claro está, se puede medir de distintas maneras: en cumpleaños, en amigos, en
lo que posees..o en lo que recuerdas.
Pero cuando
eres muy afortunada, como nosotros, y tienes nietos, sabes que la vida ha
completado su círculo.
Para los
siglos, pues bien, tenemos cometas en sus órbitas y eclipses de sol y de luna.
Fíjate: todo el universo es como un reloj. ¡Y ahí están las estrellas!
La abuela
cerró los ojos, pero fue más de un momento, no se trataba de un abrir y cerrar
de ojos.
Las
estrellas nos dicen que el tiempo es tan grande que no cabe en ningún tipo de
reloj, ni siquiera en el que tenemos en la entrada.
-Pero aún
así, todavía necesitáis el reloj de pie –le dije a la abuela.
Ella suspiró
pacientemente.
-¿Y por qué?
-Bueno –le
dije…
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