Mi padre es capitán - Olga Xirinacs
Flora decía
que su padre era capitán. Flora tenía seis años, y desde que nació, la llevaban
al puerto a ver a su padre en el barco. Otras veces era su padre quien volvía a
casa para quedarse unos días.
El padre
traía barquitas de madera para jugar y cajas hechas de conchas y caracolas de
nácar para adornar la casa.
Tenían una
gran caracola, de ésas que se acercan al oído y parece que se escucha las olas
de la playa.
El barco de
su padre era rojo y negro, y Flora lo veía altísimo. Se llamaba Roma y llevaba
montañas y más montañas de cuerda tan ancha como los brazos de un hombre, todas bien
enrolladas. Tenía chimenea, banderas y
una sirena con un pitido tan fuerte que lastimaba los oídos.
Había
salvavidas, lanchas y grúas, y siempre estaba dispuesto a salir, a punto para
cualquier aventura.
Por dentro
era como una casa, con su cocina y literas para los marineros. Tenía una salita
con televisión y allá se metían ella, Isidro y su madre cuando iban a ver a su
padre.
Isidro tenía
diez años y salía enseguida a encaramarse por las escaleras o a inspeccionar
las máquinas. Isidro quería ser capitán.
A Flora le
encantaban las fiestas de Navidad en el barco. Los marineros adornaban las
cabinas y el comedor con guirnaldas de colores brillantes, y montaban el árbol
con bombillas que se encendían y apagaban y se veían desde fuera.
Cuando
llegaban de visita, después de comer, Flora daba palmadas y los marineros
bailaban con ella al coro, alegres.
Todos los
marineros eran gallegos. Traían buena comida de sus pueblos y llenaban la mesa
de Navidad con cajas de dulces, chorizos, jamones, licores y un montón de cosas
deliciosas. A Flora le gustaba mucho bajar al puerto a ver a su padre.
Cuando
entraba en su barco, éste se mecía en el agua, pero ella ya estaba
acostumbrada.
Era como un
balancín; pero los días de temporal se movía fuerte y entonces ella se agarraba
a la falda de su madre.
En el
colegio, Flora contaba que su padre tenía un bonito barco y que un día iba
a llevarla a América y a China. A sus
amigos les hubiera gustado también tener un padre capitán.
Flora
cumplió siete años y ese día fue a la vez muy bonito y muy triste. Un día para
llorar y reír. Flora quería una fiesta con caramelos y sombreritos de papel
brillante para sus amigos, pero la madre dijo que irían al puerto y se comerían
un pastel con el padre y los marineros.
Aquel día se
despertó temprano porque estaba contenta y sabía que le esperaba un buen
regalo.
Era el
primer dia de julio y la madre quería ir a la playa con Carmen y sus dos niñas.
Carmen vivía en la misma escalera, era la amiga de la madre y las dos cosían en
casa de Carmen.
A Flora le
gustaba Carmen porque la dejaba curiosear en la caja de perlas y botones. Metía
allí las manos, dejaba caer los botones desde arriba y los veía brillar.
Las dos
amigas eran modistas y cosían vestidos para las señoras que se los encargaban.
En invierno tenían más trabajo, pero en verano se iban a la playa en cuanto
daban las doce y sólo cosían por la tarde.
La madre
había preparado chocolate. En verano desayunaban en la galería, entre las
macetas de geranios y las jaulas del canario y del jilguero. Se estaba bien
allí, y la madre ponía manteles de colores y tazas amarillas.
Los palomos
de la calle se acercaban a recoger las migas.
Mientras
desayunaban, la madre empezó a mirar a Flora y le tendió un paquete muy bien
envuelto. ¡Felicidades, nena! Le dijo, y le dio un beso.
Primero la
cinta verde, luego el papel de flores rosas y por fin, la caja.
Era una caja
grande, preciosa, forrada completamente de flores rosas, las mismas del
envoltorio. Llevaba cajoncillos, y dentro de los cajones había papel de cartas
con dibujos de flores, conejitos y pájaros; bolígrafos y lápices, goma y
sacapuntas, una regla y una lupa, y un sobre lleno de sellos para mandar las
cartas a las amigas y amigos.
Flora se
puso muy contenta y corrió a su habitación a guardar la caja, no fuera a
mancharse de chocolate.
Luego volvió
a la mesa. Ahora la madre estaba más seria y le pidió que se sentara.
-Tienes que
saber una cosa, Flora.
-¿Qué mamá?
-Es acerca
de tu padre.
-¿Y qué es,
mamá?
-Tu padre no
es capitán, como tu dices algunas veces.
-Pues, ¿qué
es?
-Cocinero.
Es cocinero.
Flora arrugó
las cejas. Necesitaba un poco de tiempo para cambiar la figura de su padre de
capitán a cocinero. Aquello era muy diferente.
-Entonces,
¿El barco no es suyo?
-No, nena.
Es del puerto.
-¿Y no podré
ir a América?
La madre
sonrió, porque no sabía que Flora quisiera ir a América. Nunca se lo había oído
decir.
-¿Querías
irte a América con él?
Flora bajó
la cabeza porque se había descubierto. ¿Qué iban a decir ahora los compañeros
de escuela? Si su padre no era capitán, no mandaba tampoco. El que manda es
rico, y ahora resultaba que su padre era pobre, porque un cocinero es pobre. Y su familia también era pobre.
Ella ya no
era la hija del capitán.
Le pareció
que el día se nublaba y se le llenaron los ojos de lágrimas. La figura de su
padre, grande como era, se había vuelto pequeña.
Se prometió
a si misma que no volvería más al barco. No quería ir. Ahora ya lloraba con
lágrimas grandes y ardientes.
Isidro se
reía, pero la madre ya le había advertido y disimulaba, con la mano en la boca.
Él tampoco pensó que Flora se disgustaría tanto
por una tontería como ésa. Él si que iba a ser capitán, y de un buen
transatlántico, como el Queen Elizabeth 2.
Le dijo a Flora:
-Ya irás a
América cuando yo sea capitán. Porque voy a ser capitán de verdad. Tendremos
más de mil marineros y elegantes mesas servidas por camareros de uniforme
blanco y dorado. Yo mandaré y saludaré a las princesas y príncipes que viajen
conmigo.
Flora no
contestaba y lloraba en silencio.
-Y una cosa
más, pequeña. El barco donde está papá no va a
América, no lleva carga ni pasaje. Es un remolcador.
Flora
levantó los ojos enrojecidos y preguntó, mientras se sonaba con un pañuelo de
papel que le dio su madre:
-Mamá,¿qué
es un remolcador?
-Es un barco
que sirve para un montón de cosas. Para ayudar a entrar barcos grandes en el puerto. Para tirar de
otros barcos. Para ayudar a sofocar incendios. Para limpiar la superficie del
agua. Para ir de salvamento. Tienen un motor potentísimo, ya los has oído
muchas veces cuando se ponen en marcha.
-¡Broom,
brooom,brooom!¡Pop,pop,pop!
-Cállate,
Isidro.
Isidro
pegaba puñetazos sobre la mesa imitando el ruido de los motores. El chocolate,
frío ya, bailaba peligrosamente en las tazas.
-¿Salvan
vidas?
-Y tanto,
nena. Los marineros de los remolcadores son muy valientes. Tendrías que verlos
cuando hay un naufragio. Y a veces viajan lejos, muy lejos, a los pozos de
petróleo de las plataformas que están en medio del mar. Ellos ayudan allá
también.
Flora había
visto alguna película de aventuras donde salían marineros y plataformas. Allá
el agua se movía mucho y había olas enormes y peligrosas, no como en el puerto,
donde el agua era lisa igual que la palma de la mano.
En aquel
momento, la figura del padre, que había naufragado y caído muy abajo en el pensamiento
de Flora, subió a la superficie. Era algo así como asomar la cabeza por la
línea de flotación. Flora no sabía aún si salvarlo o no. Necesitaba pensar un
poco más.
Como estaban
en vacaciones, nadie del colegio se iba a enterar de si el padre era o no era
capitán. Y por lo de América, a lo mejor iba igual con Isidro.
Pero quedaba
una cosa por aclarar:
-Y las niñas
de Carmen, ¿saben también que papá es cocinero?
-Creo que
sí.
-Pues, ¿Por
qué no me lo habías dicho?
-Porque
estabas tan contenta cuando hablabas de él…que era como si soñases,¿sabes? Y me
da pena despertarte.
-¿Es como
los Reyes Magos, que no son reyes?
Ahora la
madre se reía. A Flora ya se le habían secado las lágrimas.
-Flora, ya
te dije que los Reyes Magos sí son reyes. Ya sabes que los santos viven
siempre, en el cielo, como los ángeles.
Y bajan a la
tierra cuando quieren. Los Reyes Magos son santos. Ellos fueron muy amables con
el Niño Jesús y le llevaron regalos. A la gente también le gusta hacer lo
mismo, llevar regalos a los niños. Es bonito, ¿verdad?
La madre
calentó el chocolate y se tomaron otra taza. Le dio la mano a Flora y Flora empezó
a sonreír.
La galería
con las flores y los pájaros volvía a brillar con el sol de las vacaciones. Y
por la tarde habría fiesta. El padre, que se había vuelto muy chiquitito a sus
ojos, empezó a crecer un poco, pero no más que un cabezudo de fiesta mayor.
Isidro y
Flora hicieron las camas, trabajaron un rato en sus cuadernos de vacaciones y
se prepararon para ir a la playa. Carmen los esperaba abajo.
A Flora le
costaba esfuerzo bajar. Era el primer día que había cambiado de padre. Sabía
que se le notaría en la cara que no era la hija de un capitán, y miró fijamente
a la hija de Carmen, que tenía siete años, como ella.
-¿Qué miras,
Flora?
Flora
callaba. Si Rosa no decía nada, sería que no se le notaba, y ella estaría
contenta porque podría salir a la calle sin que nadie la mirara con
desprecio. La madre creyó que hacía todo
aquello por sus siete años, y aclaró:
-Hoy es su
cumpleaños, ¿lo sabíais?
Las dos
hijas de Carmen se pusieron a saltar y a aplaudir felicitándola, y le
prometieron un regalo.
La madre de
Flora las invitó a bajar con ellos al puerto por la tarde. Les daría un
bizcocho cocinado por su marido y se iban a chupar los dedos, porque él sabía
hacer unos pasteles riquísimos.
Cuando Flora
oyó esto, se puso colorada hasta la raíz del pelo, pero nadie se dio cuenta. La
verdad era que a ella le costaba mucho cambiar de hija de capitán a hija de
cocinero.
No era el
padre quien cambiaba, sino ella también, y aquello no era como si cambiara de
vestido o de peinado.
Era mucho
más importante. Ella no conocía a este nuevo padre. Debía de ser como cambiar
caras en una foto. Ahora tenía que recortar la cara de su padre y pegarla a un
cuerpo diferente, con vestido diferente. Y lo peor de todo era que ya no
mandaba allí.
Aquella
mañana apareció un delfin entre los bañistas. Primero se oyó un griterío y
vieron gente que corría. Después se aclaró todo: ¡Es un delfín, es un delfín!
Los más curiosos fueron a verlo, porque estaba bastante cerca. Decían que el
delfín quería jugar con la gente y que se dejaba tocar. “Es un delfín joven”,
comentaban unos con otros. Todos se reían
y nadaban bajo el agua para verlo mejor.
Flora
hubiera querido ser mayor y tener unas gafas de submarinismo para ver los peces
como en las películas.
Entonces la
madre dijo:¡Vamos!, y se metieron en el agua. Isidro delante y ella en brazos.
Carmen llevaba a sus niñas, una en cada brazo. Flora pudo ver una aleta gris
que daba vueltas, como un cuchillo en punto que saliese del agua y dibujara
círculos. Era el delfín.
Después de
la siesta Flora se puso los pantalones verdes y la camiseta bordada.
Llevaba el
pelo corto y lo tenía rizado y brillado. Escogió un pasador de lazo verde
también, como los pantalones. Ella lo llamaba el vestido de sirena, del color
del mar. El corazón le latía con fuerza porque ya no iba a ver más al capitán,
a su capitán. Era como si hubiera princesa y ahora fuera una criada.
Igual que en
el cuento de la Cenicienta. Eso pensaba mientras se ponía colonia ante el
espejo. Y ella quería ser princesa.
Cuando
entraron al remolcador y el padre le dio un beso, le pareció que en vez de oler
a colonia y a tabaco fino, como huelen los capitanes, ahora apestaba a cebolla
frita, y apartó la cara.
El padre la
cogió en brazos y la llevó al pequeño comedor. En medio de la mesa había un
pastel espléndido, todo de color de rosa, con siete velas. Era un pastel de
fresa. ¡Hummm!¡Los pasteles de fresa le gustaban tanto! Todos los marineros
estaban alrededor de la mesa y, con voz muy fuerte, le cantaron el Cumpleaños
feliz.
El padre le
puso en las manos un paquete con una etiqueta y un lazo. ¡Unas gafas de
submarinismo! Era fantástico. Aquel cocinero hacía regalos de príncipe. Flora
miró a los marineros, uno por uno, y los vio diferentes. Ellos, en cambio, la
veían a ella exactamente igual. Es decir, no igual del todo.
Ahora Flora
tenía siete años, y a los siete años una personita puede asomar la nariz para
ver el mundo de los mayores. Y los mayores deben dejarle sitio para que mire.
El padre
cortó el pastel y los marineros sacaron bebidas.
La tarta estaba buenísima, y
la había hecho su padre. La madre se acercó a Flora y le dijo al oído:
-¿Verdad que
papá sabe mucho?
Y Flora se
lamió un dedo.
Ya se habían
comido el pastel y los niños corrían por
la cubierta. Isidro, como de costumbre, acosaba a preguntas al maquinista. Las
niñas dijeron que bajaban a tierra para ver una nueva grúa recién pintada de
amarillo que acababan de colocar y parecía una gran cigüeña de hierro. Flora
pensó que el bicho pondría unos huevos también amarillos que no se romperían
nunca.
Antes de
bajar por la pequeña pasarela con barandilla de cuerdas, Flora lo pensó mejor y
les dijo a las niñas que fueran a la grúa, que ella las alcanzaría enseguida,
porque iba a buscar una cosa.
Lo que hizo
fue esperar que no hubiera nadie por allí cerca y esconderse en el armario
despensa de la cocina. Ahora que era la hija del cocinero quería ver cómo
vivían los cocineros.
Precisamente
entonces se oyó la explosión. El remolcador se movió con fuerza, como si
alguien lo levantara y lo volviese a bajar. Parecía una montaña rusa. En un
momento el cielo se volvió rojo, tan rojo como cuando sale un volcán ardiendo
en una película.
En la tierra
se oyeron gritos, porque mucha gente paseaba cerca del mar por la tarde. Los
marineros escuchaban la radio. El maquinista puso los motores inmediatamente y
el cocinero pidió a su familia que bajasen lo más deprisa posible, porque ellos
iban a salir al momento. Se besaron y bajaron la pasarela.
El
remolcador arrancó con toda fuerza sus potentes motores mientras el agua ponía
grandes bigotes de espuma sobre la proa redonda. Las familias de los marineros
ya sabían que, en casos como aquél, debían
salir rápidamente de la embarcación para que los hombres pudieran hacer
su trabajo.
Más allá del
barrio de pescadores y de los muelles de carga estaban los muelles de las
grandes compañías industriales. Allá atracaban los petroleros y buques cargados
de productos químicos, muchas veces inflamables y siempre peligrosos.
La carga y
descarga se hacía por medio de conductos y tubos desde los depósitos de los
barcos hasta los depósitos de las fábricas.
Allí
precisamente, en uno de aquellos muelles, se veían crecer unas horribles
llamaradas y una humareda negra y espesa que cubría el cielo. La madre, quieta
todavía en el mismo lugar donde un momento antes había estado el remolcador,
notaba que el corazón le latía tan rápido como un motor acelerado. Sus manos
parecían de hierro mientras tenía cogido a Isidro.
A lo largo
de los muelles, sentados en los muros de piedra, solía haber pescadores de caña
que se entretenían sin pescar gran cosa. Isidro y Flora solían mirarlos y
reírse, hasta que los pescadores, fastidiados, los mandaban a freír espárragos
y volvían a echar el hilo con los cebos de pedacitos de sardina.
Uno de
aquellos pescadores, que llevaba una radio, contaba a la gente que tenía cerca
todo lo que iba pasando.
Había
explotado un gran barco petrolero en el muelle de carga y descarga de productos
inflamables. Se temía que el fuego pasara a otros barcos que también
descargaban entonces. Los remolcadores acudían para intentar arrastrar el
petrolero incendiado y sacarlo a mar abierto.
Era una
operación muy peligrosa. Quizá hubiera muerto gente en el petrolero, y nadie
podía decir aún lo que iba a pasar.
La madre
escuchaba con el corazón en un puño. Ella ya lo sabía. Otras veces habían
ardido barcos y convenía sacarlos fuera, pero un petrolero cargado de
combustible era una cosa muy seria.
Aquello no
había sucedido nunca en la ciudad, pero por televisión había visto casos
parecidos en otros países, y estaba horrorizada.
El hombre
decía también que por radio aconsejaban que la gente se encerrase en sus casas
y que, si el humo llegaba a cubrir la ciudad, se pusieran toallas húmedas en la
cara y taparan bien las ventanas. El pescador recogió su caña y se marchó
corriendo.
Se empezaron
a oír sirenas y más sirenas. Los coches de policía y las ambulancias venían
calle abajo, y la gente huía calle arriba. Todo el mundo estaba nervioso.
Entonces
llegó Carmen con las dos niñas y la cara más larga que un cirio, diciendo que
Flora no estaba con ellas en la grúa. La madre gritó:
-Se ha caído
al agua, la nena se ha caído al agua!
-¡No, la
niña no se ha caído, cálmate! – Carmen la cogía del brazo y también gritaba-.
Mira qué cuentan éstas.
Dicen que
Flora no ha querido ir con ellas a ver la grúa y que se ha quedado en el
remolcador.
-¿En el
remolcador? ¿Estáis seguras de eso, niñas? ¡Pero si van al lugar de la
explosión! Isidro, ¿has visto a Flora arriba?
Isidro
parecía acobardado y no se atrevía a mirar a su madre.
-Yo estaba
donde las máquinas y me han mandado salir a escape. Lo que he visto…, antes de
ir a las máquinas, es que Flora entraba en la cocina y fisgoneaba por el
armario y la despensa.
-¡Señor! Esa
criatura se habrá quedado encerrada y no la habrán visto. ¿Qué va a pasarle
ahora? Voy a dar aviso a la compañía de remolcadores. Carmen, lleva los críos a
casa, rápido, que yo iré en cuanto pueda.
Para
entonces la ciudad entera ya estaba cerrando puertas y ventanas y poniendo en
marcha los coches para escapar cuanto antes. La tarde tomaba un color encendido
y la humareda lanzaba cenizas y hollín sobre casas, campos y jardines. Parecía
el fin del mundo.
Flora estaba
escondida en la despensa. Cuando el agua
levantó el remolcador y las otras barcas del puerto como si fueran juguetes, la
puerta de la despensa se cerró de repente y Flora cayó sobre un saco de patatas
y un cajón de cebollas. Se hizo un poco de daño, no mucho, pero lo peor era que
se asustó porque estaba a oscuras y no sabía qué pasaba.
De pronto
oyó que los motores se ponían en marcha con su ruido tan fuerte, y el
remolcador daba media vuelta y salía
arreando como un caballo de carreras. Los cacharros de cocina tintineaban, pero
ya se sabe que en los barcos está todo bien sujeto y nada cae ni se rompe.
Al cabo de
un rato interminable alguien abrió la puerta y pudo salir de allí.
Era su
padre, el cocinero. La abrazó, pero le dijo que no podía atenderla y que aquello
era muy peligroso porque había explotado un petrolero. Habían recibido un aviso
por radio para que buscasen a una niña que se había quedado a bordo.
-Y resulta
que eras tú…¿Por qué lo has hecho?
Flor no
sabía que decir.
-Quería ver
dónde vivías…
-¡Pero si ya
lo sabes! ¿Cómo se te ha ocurrido quedarte? Es muy peligroso estar aquí ahora.
Quería ver
tu cocina. Isidro bien que va a mirar las máquinas…
-Pero la
cocina no tiene nada de interesante…
Flora ya
sabía que una cocina no tiene nada de particular, pero ahora estaba asustada y
no le salían las palabras.
-No te
muevas de aquí, ¿me oyes?
Voy a dar
aviso por la radio de que ya te hemos encontrado. Mamá estará preocupada por
ti.
-¿Qué pasa
papá?
-Se ha
incendiado un barco. No te muevas, ya te lo he dicho. Yo volveré en cuanto
pueda.
A Flora le
pasó una cosa rara. Ahora que estaba metida en una aventura se empezaba a
sentir valiente. Como desde la cocina no podía ver nada, se fue al comedor.
Desde allí, a través de los cristales, vio una gran humareda y una gran hoguera
enorme, como un volcán por dentro. Sobre la mesa quedaban todavía sobras de
pastel, y pasó el dedo por la crema de nata con fresas.
Qué guay,
ver el incendio lamiendo nata de color rosa. Los marineros llevaban unos
vestidos como de astronautas, y su padre también. Debía de ser por el fuego.
Todos estaban afuera tensando cuerdas, inclinando mangueras y llamando por
radio a gente de otros remolcadores. No podía distinguir a su padre. En aquel
momento, o todos eran capitanes o todos cocineros.
Flora cogió
el paquete de las gafas submarinas y lo escondió en el saco de las patatas, por
si acaso.
No fuera que
con el jaleo se cayeran al suelo y se rompieran, tanto como las había deseado.
El remolcador empezó a frenar hasta detenerse. En el comedor, como estaba
cerrado, el calor se notaba mucho. Quizá ardiera todo, como en la hoguera de
San Juan. En aquel momento Flora sólo podía ver un humo espeso y mangueras que
echaban agua dibujando un gran arco y con mucha espuma. El corazón le dio un
vuelco, porque pensaba que no podría escapar de allí. Pero estaban los hombres,
que eran muy forzudos, y no iba a pasar nada.
¡Crooc,
crac! Unos ruidos muy fuertes hicieron que el remolcador cabeceara un poco.
¿Qué sería aquello? No se atrevió a salir y pegó la nariz a los cristales. El
fuerte olor la hacía toser. En cubierta había pedazos de hierro y un hombre señalaba tres agujeros en la
madera.
Un brazo muy rápido cogió a Flora por la
cintura y se la llevó a la cocina en volandas.
-No te
muevas de aquí si no quieres que te ate a la silla- dijo una voz enojada.
Era su
padre, que tenía la cara tiznada y las manos negras. Llevaba un casco y las
gotas de sudor le resbalaban por la frente. Sacó el detergente y se lavó las
manos en la pila, fue a buscar la cafetera y se puso a hacer café.
Tenía un
termo grande y lo iba llenando. Había también una botella de orujo. Era una
bebida fuerte. Flora lo sabía porque los marineros lo decían. La traían de
Galicia y les gustaba mucho.
El padre se
llevó el termo, tazas de hierro con asa y la botella de orujo, todo a cubierta,
donde los hombres trabajaban. Flora se quedó en la cocina, con las cebollas y
las patatas.
Al cabo de
un rato, como se aburría, fue al dormitorio. Había dos habitaciones con cuatro
literas en cada una. Ella no había entrado nunca allí. ¿Cuál sería la del padre?
Tenían todo lleno de fotografías pegadas en la pared, y por eso supo que él
dormía en una litera baja, al lado de una ventana, donde estaba la foto de su
familia.
Se tendió en
la cama. Oía sirenas ,gritos, ruidos extraños…y sentía mucho calor. Ella,
vestida de verde para su fiesta de cumpleaños, terminaba el día allí dentro,
sola del todo. Se levantó para ir a buscar las gafas en el saco de las patatas.
Quería dormir con las gafas al lado. Cuando estaba abriendo la puerta de la
despensa para coger el paquete, escuchó fuertes voces de hombres que entraban
gritando en el comedor. De repente, el remolcador se dio la vuelta y cogió
velocidad. Parecía que se alejaban del incendio. Con el movimiento del barco,
Flora se volvió a caer sobre las patatas
y las cebollas, y pensó que ya estaba harta de caerse allí. Pero esta vez la
puerta no se cerró del todo y pudo salir.
Abrió un
poco la puerta de la cocina para espiar con un solo ojo. Si la descubrían, le
iban a dar un bofetón, seguro.
Vio que
llevaban a un hombre a la cama, cogido por los brazos. Le quitaban el vestido
de astronauta y el casco. Era su padre, tenía sangre en la cara. Flora se puso
la mano en la boca y no sabía si ir corriendo a la cama o quedarse allí.
Seguramente
la reñirían y la mandarían salir a empujones.
No podía apartar los ojos de la cara oscura de aquel hombre que no era
capitán. Aquel hombre que le había preparado un pastel de fresa, que le había
regalado unas gafas y que tenía una fotografía al lado de la cama. Y ella,
cuando llegó, no le quiso ni dar un beso. ¿Por qué?
Porque era
cocinero. Ahora empezaba a saberle mal.
Flora repasó
la pequeña cocina, con los platos bien alineados y las cazuelas brillantes como
la plata. Aceite, sal, azúcar, vasos. En el armario había paños de cocina
blancos y de rayas, muy limpios y bien doblados en un estante.
Cogió un
trapo del armario y lo mojó con agua del grifo. Los marineros ya no le daban
miedo. Se acercó a la litera, despacio, con el paño extendido en las manos,
como aquella Virgen que sale en la procesión, toda vestida de terciopelo azul.
Los
marineros, cuando la vieron con las manos extendidas, la dejaron pasar, y ella
puso el trapo blanco sobre la frente del padre, porque hacía mucho calor, y
aquello le refrescaría.
El padre
abrió los ojos. Tenía sangre en la cara. Quería sonreír y no podía. Estiró un
brazo para coger la mano de Flora.
Flora no se
atrevía a acercar los labios a la cara herida y le dio un beso en la mano. La
mano del cocinero.
Uno de los
marineros se llevó a Flora al comedor, la sentó en sus rodillas y le dijo que
se llevaban al padre a la enfermería, donde lo curarían muy bien. Le había
herido un pedazo de hierro que había saltado del petrolero en llamas.
Cuando
hablaba, aquel hombre apestaba intensamente a humo, a sudor y a aquel licor
de la botella clara. Pero se reía, y a
Flora con el risa se le pasó todo el miedo.
Bajaron al
herido y a Flora. La madre estaba allí esperando, y acompañó a su marido a
curarse. La madre lloraba porque no sabia que le podía pasar a su niña, tan
cerca del incendio, pero no la riñó.
Flora
llevaba el paquete con las gafas cogido bien fuerte. Una mano aún le olía a
pastel de fresa. La otra, a humo. Al padre le dieron cinco puntos para coserle
la herida y se marchó a casa con la cara vendada.
Aquella
noche, en la ciudad, hubo mucha gente que no durmió. Todos miraban aquella
columna de humo y de fuego, amenazadora.
Pero los
remolcadores ya habían sacado al petrolero fuera del muelle, y el peligro de
que explotaran otros barcos se alejaba. Aquellos hombres eran unos valientes,
lo decía todo el mundo.
Muchos
amigos y conocidos fueron a casa de Flora a ver al padre y a felicitarlo ,y
Flora se ponía más y más contenta. Cogía la mano del padre y cada vez se
acordaba menos de que aquel día el padre había dejado de ser capitán para
convertirse en cocinero.
Ahora el
cocinero era todo un personaje, y vinieron los de la radio y el periódico para
hacerle una entrevista. La madre les servía vino en vasitos a los periodistas,
y Flora, sin soltar las gafas, ya no se sentía sola.
Pasó el
verano, empezó el curso y se acercaban las fiestas de Navidad. A Flora estas
fiestas le gustaban más que ninguna. En el colegio les enseñaban canciones, y
recortaban campanas, abetos y Papá Noeles. Todos escribían la carta a los Reyes
Magos, los mayores también, porque no se querían quedar sin regalos.
Flora
recordaba muchas veces lo que su madre le había dicho de los Reyes Magos: que
eran reyes de verdad porque vivían junto a Jesús y la Virgen. Eran reyes y
magos y podían hacer cosas fantásticas. En recuerdo suyo, la gente daba regalos
a los niño, porque los Reyes también se los habían hecho al niño Jesús. Y
parecía que el Niño Jesús estaba contento, porque les acariciaba la cabeza
mientras ellos se arrodillaban ante a él.
Como cada
año, en el remolcador habían puesto guirnaldas, un árbol iluminado y un pesebre
pequeño. La cocina estaba llena de chorizos, jamones, empanadas y dulces de almendra. Parecía la cocina de un
palacio. El padre preparaba un pavo relleno de ciruelas, pasas, piñones,
manzana y tocino.
Pero lo más
bonito de todo fue la vigilia de Reyes. Los Reyes llegaban siempre por mar a la
ciudad, y cada vez los traía un remolcador diferente. Aquel invierno le tocaba
al Roma. El Roma traería a los Magos de Oriente.
Cuando Flora
lo supo, se lo dijo a los niños y niñas de la clase, y todos hubieran querido
tener un padre como el de Flora, que llevaba a los Reyes Magos.
Los
marineros adornaron el remolcador con gallardetes que iban de punta a punta
entre bombillas de colores, como si fuera fiesta mayor. No paraban de tocar la
sirena con aquel ruido tan fuerte:¡Boop,boop,boop! El agua del puerto brillaba
de tantas luces como habían puesto en todos los barcos.
En el muelle
había muchísima gente y no cabía ni un alfiler. Carrozas llenas de sacos de
caramelos, romanos a caballo, camiones esperando que los pajes descargaran las
cajas de juguetes, en fin, que aquella noche tenía lugar la carga y descarga
más hermosa del año en el puerto de la ciudad.
Los
marineros bebían orujo y cantaban canciones de sus tierras lejanas. Todos los
niños y niñas iban abrigados con gruesos anoraks, gorros de lana y bufandas
hasta más arriba de la nariz.
Los ojos les
brillaban de alegría, igual que las bombillas de colores. Isidro y Flora
estaban en el remolcador del padre. Para Flora ya volvía a ser el remolcador de
su padre. Y ahora el padre preparaba un pastel de avellanas y crema, para que
se lo comieran los Reyes Magos.
Los Reyes
eran golosos y estaban acostumbrados a cosas finas. El olor de la cocina entonces
era como si fuera la cocina del cielo. O la de algún palacio. También había
buñuelos y filloas, que es un postre muy rico de crema y confitura que saben
hacer los gallegos.
La mesa
estaba puesta que daba gusto, con manteles blancos y ramas de abeto y
campanillas estampadas. Fuera, en cubierta, había mesitas con botellas de anís
y fuentes de rosquillas bien azucaradas, para los pajes. Los pajes eran tantos
que no cabían en el comedor.
Los
marineros habían trabajado mucho, porque también prepararon sacos de grano y
grandes cubos con agua para caballos y camellos, que estarían cansados de tan
largo camino por todos los pueblos del mundo.
Esta vez
Flora llevaba un abrigo colorado hecho en casa de Carmen. Y guantes y bufanda
rojos, a juego. Isidro se reía de ella. Le decía que se parecía a Caperucita
Roja sin lobo, pero ella no le hacía caso porque el abrigo le gustaba mucho.
Entonces el
remolcador zarpó con las sirenas sonando, a buscar a los Reyes, que venían en
un transatlántico como el que quería pilotar Isidro de mayor. Aquella noche,
sin embargo, las sirenas eran de alegría.
El padre
recibió a los Reyes y les sirvió pastel en unos platos con cenefa dorada. Los
Reyes llevaban guantes y no se chuparon los dedos, pero se los hubieran lamido,
seguro, de no haber tanta gente por allí mirándolos. Flora fue presentada al
rey Melchor, que le acarició la cabeza y le dio una cajita envuelta. ¿Qué
habría allí dentro? Una pluma estilográfica de plata con una coronita pintada
arriba de todo.
Flora estaba
embobada mirando a los Reyes, que llevaban capas de terciopelo verde, amarillo
y rojo, con pieles blancas alrededor y bordados de oro y plata.
Cuando los
Reyes movían la cabeza, las coronas brillaban con el oro y un montón de piedras
de colores.
Flora
pensaba que era bueno que hubiera Reyes Magos, porque todo el mundo estaba
contento, por lo menos una vez año.
Después
miraba a su padre y pensaba que era estupendo que hubiera buenos cocineros,
porque también estaban todos alegres cuando veían una mesa bien puesta y llena
de cosas deliciosas. Y los que no eran Reyes se podían chupar los dedos.
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