Chupacazuelas - Guillaume De Sancy



Llueve a mares. Llueve a cántaros. Caen chuzos de punta. Si Lorenzo estuviera allí, diría: “Caen cuernos de punta”. Alejandro cierra el diccionario y canturrea: “Que llueva, que llueva…”Después, con el dedo, escribe sobre el cristal empañado: “Llueve a mares” y dibuja un oleaje flotando  por encima de la casa.


Mamá está en el hospital con Lorenzo, que se ha vuelto a dar un coscorrón. Dentro de una hora oscurecerá y Alejandro tendrá que encender la vela, pero no tiene miedo. Mamá le ha prometido que regresará antes de que se haga de noche. Si vuelve la luz, podrá ver en la  tele los dibujos animados, y el árbol de Navidad estará más bonito con todas sus luces parpadeando. De todas formas, prefiere encender ahora la vela, no fuera a presentarse la noche de repente.


Se pone a hacer barquitos con el papel de cartas de mamá. En un lado del cascarrón escribe su dirección y en el otro, con el rotulador permanente, un mensaje de auxilio: “¡Socorro! Me aburro”. Los echa al agua, en el camino que baja hasta la carreteray vuelve a casa corriendo, empapado como una sopa y sobrecogido por la noche. Se refugia en su habitación y, apoyando la nariz contra el cristal de la ventana, acecha los faros de los coches. Son las ocho de la tarde y su vela está a punto de consumirse. Mamá no tardará. Lo mejor que puede hacer es intentar dormirse.


El viento se cuela por la ventana de la habitación de Alejandro con un silbido agudo que acuna su sueño. Nada perturba el silencio de la casa. Sin embargo, a medianoche, algo le despierta bruscamente. Unas pisadas retumban en sus oídos. Alguien está caminando por encima de su cabeza y no hay ningún motivo para que mamá y Lorenzo se encuentren en el desván a estas horas.

“Es la hora de la lechuza”, dice Alejandro para tranquilizarse. 


Sale de la cama y abre la puerta muy deprisa para que no chirríe. Camina a tientas hasta la habitación de mamá, al final del pasillo. Está vacía. Ni siquiera han deshecho la cama. Debe haberse quedado en el hospital con Lorenzo. Seguramente ha llamado por teléfono mientras él dormía. Alejandro baja las escaleras y se enreda los pies con el cable del teléfono. Al recoger el auricular, se da cuenta de que la línea está cortada. Y la linterna no aparece por ninguna parte.


Alejandro enciende la última vela de la caja y vuelve a subir las escaleras, temblando, hasta la trampilla del desván. ¡Alguien la ha abierto, y seguro que no ha sido la lechuza!

“Es que también es la hora de los fantasmas”, piensa Alejandro, asustado. Nadie le llamará cobardica si echa a correr gritan, pero antes más vale que cierre la trampilla y quite la escalerilla, por si acaso. Su brazo no es lo bastante largo para alcanzar el picaporte sin pasar la cabeza por la abertura.


Antes de asomarse, se acuclilla sobre el último peldaño, moviendo la vela de derecha a izquierda por encima suyo, como si agitara una bandera blanca.

Sin noticias del enemigo, Alejandro se desliza lentamente hasta que sus ojos quedan a nivel del suelo e inspecciona el terreno antes de pasar a la acción. De repente, detiene su mirada sobre una forma blanca que gira sobre sí misma.

Es un fantasma a tamaño reducido. Alejandro apenas logra distinguirlo.  Resulta imposible ver lo qué es sin abandonar su puesto, pero es demasiado arriesgado. ¡No tiene nada con qué defenderse!


Vuelve  a la cocina y coge el cuchillo grande, el de trinchar pollo. Se mete otros dos mas pequeños en los bolsillos del pijama y regresa dispuesto a asaltar el desván. La forma blanca continúa en el mismo sitio. Camina de puntillas sin quitarle los ojos de encima.

Rápidamente, el fantasma es desenmascarado. Alejandro reconoce uno de sus barcos de papel flotando en mitad de un charco de agua, entre dos botas rojas. A su lado, sus zapatillas parecen minúsculas. Sobre las botas, un equipo completo de Papá Noel se está secando tendido en una cuerda. ¡Alejandro podría hacerse una peluca con la barba y un pantalón con los calzones!


Algo más tranquilo, sale a la caza de Papá Noel. Al pasar delante del cuarto de baño, cree oír un silbidito. Vuelve sobre sus pasos y, con el cuchillo entre los dientes, pregunta:

“¿Hay alguien ahí?

Como no contesta nadie, decide entrar sigilosamente. La bañera está llena de agua sucia, pero no hay ni rastro de Papá Noel. Alejandro está a punto de darse la vuelta, cuando una terrible sombra aparece en el halo de luz proyectado sobre el techo por la llama de la vela.


Muerde el mango del cuchillo grande para que no le castañeen los dientes y retrocede titubeante. Una carcajada atronadora le atraviesa los tímpanos, mientras dos manos gigantescas le levantan  por los aires.

A tres metros del suelo, Alejandro se encuentra frente a un rostro tan arrugado como el trasero de un mono y cubierto de pelos erizados, con una gran verruga en la nariz, orejas de soplillo y dos ojos vidriosos como dos bombillas.


Ni en su pesadilla más escalofriante había visto a un monstruo tan asqueroso. Acerca la llama a su barbilla y le pregunta tartamudeando:

“¿Quién eres?”

Una mueca burlona se dibuja en los enormes labios del gigante, que responde con voz cavernosa:

“Papá Noel”.

Y suelta una carcajada entrecortada, sin darse cuenta de que se le ha empezado a chamuscar el pelo. Luego resopla ruidosamente:

“¡Huele a pollo asado!”

Lanza un rugido, suelta a Alejandro y sumerge la cabeza en la bañera. Mientras se acaricia gimiendo el mechón de pelos resecos que le queda, Alejandro se escapa y se encierra en su habitación dando dos vueltas de llave, pensando en voz alta:

“¡Si ese es Papá Noel, yo soy la Bella Durmiente!”


Está casi seguro de haberlo visto antes, pero más bien como el ogro de los cuentos de hadas, así que examina uno a uno los libros de su estantería para salir de dudas.

Entonces se le cae de la mano “La vida secreta de los Trolls” y se abre por la página de la temible Gryla, la bruja de nariz ganchuda y aliento fétido.

Aparece arropada por sus hijos: los famosos trolls de Navidad. Alejandro ha reconocido a su visitante, el que tiene a un niño entre los dientes. Es el abominable tragón Chupacazuelas, rodeado por todos sus hermanos: Pegaportazos, Enano, Rojoamoroso, Comequesos, Robasalchichas, Sorbemocos y Devoracarne. Vuelve a cerrar el libro y exclama con rabia:

“¡Éste no me mete a mi en la cazuela!”


Llaman a la puerta. Alejandro mira por el ojo de la cerradura. Chupacazelas lloriquea chupándose el dedo, acurrucado como un recién nacido. Sus lágrimas de cocodrilo forman un charco sobre la alfombra.

“Parece un corderito, seguro que es una trampa”, piensa Alejandro.

Y pregunta desconfiado:

“¿Qué quieres?”

“Tengo un hambre de lobo” gime Chupacazuelas, “daría lo que fuera por una buena
 cena.”


“¡Demuéstrame primero que eres Papá Noel!”.

“Voy a buscar mi traje”.

“¡Eso no es una prueba!”

Chupacazuelas confiesa entre sollozos: “Sólo soy un primo lejano que le ayuda en su trabajo”.

“¿Y dónde están tus regalos?”

“Mi trineo se quedó bloqueado por culpa de la tormenta.

¡No puedo recuperarlo con el estómago vacío!”

Alejandro no cree ni una palabra, pero se le ocurre una idea.

“Así que tiene el estómago vacío,¡perfecto! Voy a hacer que le reviente la barriga”. Seguidamente le dice a Chupacazuelas:

“Sécate y ve hacia la cocina”.


Presidiendo la gran mesa de roble, Chupacazuelas patalea blandiendo  su enorme cuchara, lista para entrar en acción. Alejandro le vigila con el rabillo del ojo mientras la prepara con mimo un palto de los suyos.

Enciende el fuego bajo la gran cazuela, la que sirve para el guiso del domingo, y echa dentro lo que encuentra. Empieza vaciando la nevera que mamá ha llenado para la cena de Nochebuena:


“Medio kilo de mantequilla para que no se pegue el fondo.

¡Un kilo de foie-gras!¡Por fin te vas, con el asco que me das!

Tres docenas de caracoles con sus cascarones. ¡Como se dan empujones!

Un pavo relleno a punto de reventar, ¡qué empiece a masticar!

No hay Nochebuena sin tarta de Navidad que valga la pena.

Un tarro de mayonesa pasada porque la luz está cortada.

Un paquete de café en grano para que no se duerma el gusano. 


¡Y una botella de champagne para que empiece a cantar!”

“¡Menudo banquete”, piensa Alejandro al ver cómo rompe a cocer la superficie. Luego continúa con los armarios de la cocina, pasando por alto el primero, su favorito:

“¡Los macarrones y el chocolate, ni hablar!”

En el siguiente se encuentra:

“Un bidón de aceite para engrasar. Un litro de vinagre para desatascar tuberías. Una bolsa de guindillas ¡Le calentará el gaznate! Un puñado de clavos de condimento para desinfectar sus colmillos de vampiro.


Sal, pimienta. ¡Remover y listo para comer!”.

Moja el dedo índice en la asquerosa sopa, que hierve a borbotones, y lo prueba con la punta de la lengua:

“¡Sigue estando soso para él!”.

Se pone a rebuscar debajo del fregadero, donde se guardan los productos de limpieza , y añade:

“Cinco kilos de sal regeneradora especial para monstruo degenerado.

Un lote de tres estropajos. ¡Nada mejor para restregar las entrañas!

Un frasco de líquido abrillantador. ¡-vale que esté limpio, pero mejor si brilla!

Lo remueve por última vez y lleva la cazuela a la mesa.

“¡Que aproveche, Primo Noel!”


Chupacazuelas abre los ojos de par en par. Un hilillo de baba le gotea por la barbilla. Deja su cuchara en la mesa, coge la cazuela con las dos manos y se traga todo de un tirón.

¡El efecto es fulminante! Cae panza arriba al pie del árbol de Navidad y se queda inmóvil sobre las baldosas, lanzando un pitido como si fuera una olla a presión. Le sale un humo negro por la nariz. Su vientre se hincha y se deshincha con ruido de locomotora. Se oye  crepitar el fuego en su interior. Alejandro descuelga el extintor de la entrada y se prepara para apagar el incendio.


“¡Agua!” murmura Chupacazuelas en una nube de vapor.

A Alejandro le apetecería dejar que se asara a fuego lento, pero le preocupa el pitido cada vez más agudo. Prefiere desactivar la bomba de efecto retardado, asi que retira el ramo de flores marchitas del gran jarrón de porcelana china y lo vacía en la garganta humeante del gigante.

Su lengua incandescente chisporrotea al contacto con el agua estancada. Le suenan las tripas. El sudor cae en cascada por su frente, y Alejandro se lo seca a golpe de bayeta para evitar una inundación.


Chupacazuelas se ha quedado dormido. Ronca, atado como un salchichón con la cuerda del asado. El suelo vibra bajo los pies de Alejandro, que prepara más SOS: unos aviones de papel con su dirección en un ala, y un mensaje en la otra: “¡Salvadme del abominable Chupacazuelas!”.

Sube a su habitación, los lanza por la ventana en mitad de la tormenta, y siguen su vuelo hasta que traspasan el muro del jardín.


Los aviones revolotean a merced del viento. El primero se estrella en la escudilla del perro de los vecinos. Justo cuando va a lanzar su quiquiriquí, el gallo del pueblo abre su pico y se atraganta con el siguiente avión. Una garza intercepta el tercero, que confunde con un pez volador. Atrapado en un tornado, el cuarto sobrevuela el océano, planea por encima del país de los trolls y se posa a los pies de Enano. El mensaje pasa de mano en mano y llega a Sorbemocos, que presiente el peligro:

“¡Creo que nuestro hermano nos va a necesitar!”


El último avión se mete dentro de un torbellino. Atraviesa la capa de nubes y se queda pegado en el parabrisas del autorreno de Papá Noel.

Arrullado por los ronquidos de su prisionero, Alejandro se queda dormido, pero le despiertan unas voces que no forman parte de su sueño.

“¡Si hubiera sabido que entraríamos por la chimenea habría cogido unos andrajos para cambiarme!” protesta Rojoamoroso mientras sacude su viejo gorro de lana.

“¡Escuchad!” susurra Robasalchichas. “Parece un motor averiado”. “Seguro que es el de Chupacazuelas” murmura Comequesos.


Pegaportazos rodea el árbol de Navidad y tropieza con Chupacazuelas:

“¡Mirad qué bonito regalo nos ha dejado Papá Noel!”. Alejandro aprovecha la oscuridad para huir por la escalera que conduce al sótano. Sorbemocos le aprieta la nariz a Chupacazuelas, que suelta unos terribles rugidos antes de abrir los ojos.

Las luces del árbol de Navidad iluminan de nuevo el cuarto, como si sus gritos hubieran devuelto la corriente. Sorbemocos lo sacude, agitando delante de sus narices el SOS de Alejandro:”¿Dónde está el chico?”


Chupacazuelas mueve los labios. Quiere hablar, pero sólo consigue hacer unas enormes pompas. Enano queda encargado de vigilarle mientras los otros buscan por toda la casa, desde la bodega hasta el desván.

Alejandro se pone a dar golpecitos en la puerta del congelador donde se ha encerrado. ¡El termómetro desciende  a una velocidad de vértigo y no tiene ganas de acabar convertido en helado.


“¡Lo he encontrado yo!” grita Devoracarne llevando a Alejandro bajo el brazo.

Sorbemocos le frota las mejillas:

“¡Está congelado!” ¡Demasiado duro! Añade Pegaportazos palpándole las pantorrillas.

Rojoamoroso se lamenta:

“Y pensar que tenemos la fresquera llena a reventar…”

“¡De niños para zampar!” añade Robasalchichas.

“¡Larguémonos de aquí!” propone Comequesos.

“Me llevo al muchacho” dice Devoracarne “ya se descongelará de aquí a Nochebuena”.


Enano se echa a Chupacazuelas sobre los hombros y abre la marcha. Alejandro tiene ganas de llorar, pero sus lágrimas se han congelado.Piensa que no volverá a ver a Lorenzo nunca más. Con un esfuerzo sobrehumano, logra entreabrir la boca y grita con las fuerzas que le quedan:

“¡Caen cuernos de punta!”.


En unos segundos, enormes nubes de renos se amontonan encima de la casa. Un diluvio de cuernos se precipita sobre los gigantes, que caen como moscas.

Alejandro se disculpa con una sonrisa de oreja a oreja:

“¡Lo siento, pero no llevo paracuernos!”

Luego exclama:

“¡Caen chuzos de punta!”


Miles de chuzos caen del cielo y golpean a los gigantes. Para que la fiesta se parezca a un cuento de Navidad añade:

“¡ Caen copos de nieve!” Y el jardín se cubre de una espesa capa de nieve.

Papá Noel salta de su autorreno y se hunde en la nieve hasta el ombligo:

“¡Caramba! Se me ha ido un poco la mano.”

Y señala al montón de gigantes con un silbido de admiración.


“¡Enhorabuena, muchacho! ¿Qué te parecería cambiarme a esos bribones por su peso en regalos?”

Alejandro le choca la mano:

“¡Trato hecho!”

Después de atar el extremo de la cuerda a la parte de atrás del autorreno, Papá Noel apunta en su agenda, en fecha del día siguiente: no olvidar cuatro toneladas de regalos extra.

Alejandro no da crédito:

“¡No estoy seguro de que quepan por la chimenea!”


“¡Eso es cosa mía! Lo importante es que esté deshollinada”

“Seguro que está limpia, esta noche han venido los deshollinadores” dice Alejandro señalando a los gigantes cubiertos de hollín.

Papá Noel suelta una carcajada mientras sube a borde de su autorreno.

Arranca de golpe, levantando una nube de nieve, y despega arrastrando tras él una guirlanda de monigotes desarticulados.

Lorenzo está impaciente por enseñarle a su hermano la cura que le han hecho en la cabeza, pero mamá no deja de hablar.


“¡Pobre pequeño, si supieras lo que nos ha pasado! La tormenta ha tumbado los árboles sobre la carretera y hemos tenido que dormir en el coche hasta que han venido en nuestra ayuda.

¡Me tenías tan preocupada!”

Se seca los pies en el felpudo: “¿De dónde sale toda esta nieve? ¡Sólo la hay aquí!”

Alejandro le susurra a Lorenzo en el oído:

“¡Se la he pedido a Papá Noel!”


Mamá se dirige rápidamente  a la cocina: “¡Estoy muerta de hambre!”

Nada más abrir la puerta de la nevera, para que la impresión sea menos terrible Alejandro le dice:

“Todo se ha derretido por culpa del corte de luz. Pero he preparado una sorpresa para la cena de Nochebuena”


Levanta la tapa de la cazuela. Un olor extraño invade la cocina. Lorenzo se frota la tripa:

“¡Huele muy bien!”

Mamá hace una mueca: “¿Qué es?”

“Una nueva receta: ¡Spaghetti a chocolate”


Mucho antes del amanecer, Alejandro se levanta y baja corriendo las escaleras sin pensar siquiera en encender la luz. Tropieza y se da de bruces con una pila de regalos.

Los montones más altos llegan hasta el techo.

Alejandro se abre paso hasta la ventana. Los faros del autorreno desaparecen en la noche. Vuelve a llover, pero le da igual porque sabe que ya nunca más se aburrirá.



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