Cuentos de invierno - El árbol de navidad - Carles Cano
-Mira qué
hermoso está este árbol –me dijo Pompeyo el otro día-, parece como si supiera
que ya casi es Navidad. Éste debe de ser primo hermano de otro abeto que yo conocí.
-¿Me vas a
contar la historia?
-¿Quieres?
-¡Pues claro!
<<Había
una vez un árbol, un abeto, que había nacido donde nacen la mayoría de los
abetos, en un país frío del norte de Europa. Era increíblemente grande y
majestuoso y desplegaba sus enormes ramas en todas direcciones.
Era tan
grande porque tenía tanto, tanto frío, que había crecido más que ninguno de sus
hermanos buscando un poco de sol en las alturas del espeso bosque. Pero ni aun
así podía quitarse aquel terrible frío que recorrería hasta la último de sus
hojitas en invierno, y en ese país los verano y las primaveras eran tan cortos…
Así que,
cuando se enteró de que el dueño de unos grandes almacenes de un país del Sur
lo había comprado para trasplantarlo al jardín de la puerta principal de su tienda y decorarlo como árbol
de Navidad, le entró tal alegría que le salieron brotes nuevos.
Lo transportaron
con sumo cuidado en un camión gigantesco, tumbado y con una buena cantidad de tierra
para que no sufriera ningún daño, y a los pocos días ya estaba plantado a la
puerta de los grandes almacenes. Era divertidísimo mirar las caras e imaginar
sus pensamientos, pero lo mejor de todo era que ¡no pasaba frío!
De todas
formas, como se acercaban las Navidades, lo llenaron de adornos de arriba
abajo, y esto no fue lo peor, porque al encargado de los grandes almacenes se
le ocurrió la brillante idea de cubrir el abeto de nieve el día de Nochebuena.
Para ello, hizo traer un camión cargado de nieve de las montañas.
¡El pobre
árbol no estaba dispuesto a aguantar aquello! Había permitido que lo llenaran
de lucecitas intermitentes, de bolas brillantes, de paquetes de regalos, de figuritas de Papá
Noel y ni siquiera había gritado cuando le clavaron la estrella en la
coronilla, pero ¡aquello era demasiado! Había venido huyendo de los terribles
fríos de su país y de las horrorosas heladas, y se negaba en redondo a pasar
más frío. Ya pensaría cómo solucionarlo.
Aquel día lo
cubrieron de nieve para que hiciera bonito y navideño, pero, al llegar la
noche, cuando ya se habían apagado los últimos ecos de las zambombas y
panderetas y nadie lo veía, con un esfuerzo descomunal, el abeto enrolló sus
ramas alrededor del tronco y, al desenrollarlas con todas sus fuerzas, lanzó
los copos de nieve tan lejos, tan lejos, que la mayoría cayeron en países muy
distantes y produjeron curiosas historias.
Unos
alcanzaron un lugar donde nunca antes habían visto la nueve y en su camino
arrastraron algunas nubes que aliviaron la larga sequía que padecía aquella
zona: aquello se interpretó como un milagro.
Otros copos
fueron a parar a los agujeros de los cañones de los países que estaban en
guerra: las armas se estropearon y tuvieron que firmar la paz. Otros cayeron
justo en el momento en que se producía un incendio en un hermoso bosque y lo
apagaron.
Los paquetes
de regalo aterrizaron en un pueblo tan pobre que apenas si les llegaba para
comer, de modo que aquellas Navidades todos tuvieron bonitos regalos. Por fin,
los copos que quedaron se convirtieron en estrellas fugaces que surcaron la
noche y concedieron pequeños deseos a los que estaban tristes y no podía
dormir.
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