Heracles en España- Juan Kruz Igerabide


El décimo trabajo de Heracles consistió en quitarle los bueyes a Gerión, rey de Tartesos, antiguo nombre del río Guadalquivir. El gigantesco Gerión tenía tres cabezas, seis brazos y tres torsos que brotaban de su cintura.

Allí donde el mar se estrechaba, en el actual Estrecho de Gibraltar, Heracles colocó dos gigantescas columnas, una en la parte de África y otra en la parte de Europa, para que nadie pasara más allá.
Encontró dos bueyes y también a Gerión. De un flechazo, le atravesó los tres torsos y lo dejó inmóvil.

 Acto seguido, regresó con los bueyes por tierra; atravesó España, los Pirineos (donde se enamoró por un día de la princesa Pirene), la Galia y los Alpes, donde fue atacado por incontables ladrones. Se quedó agotado y sin flechas y por primera vez en su vida se echó a llorar.

Entonces, Zeus dejó caer del cielo gran cantidad de piedras y con ellas ahuyentó Heracles a los ladrones. Un monstruo de tres cabezas, llamado Caco, le robó los dos mejores bueyes y cuatro novillos y los escondió en una cueva, tapada por una enorme roca. Heracles la apartó sin esfuerzo.

 Caco se le enfrentó lanzando fuego por la boca, pero Heracles lo venció y recuperó el ganado.
Ofreció a Zeus uno de los bueyes para agradecerle la ayuda prestada. Tras muchas penalidades, consiguió entregárselos a Euristeo.
Euristeo, sin permitirle un descanso, pidió las manzanas de oro de la diosa Hera.

Un temible dragón guardaba el árbol, enroscado en el tronco como una serpiente. Tenía cien cabezas y hablaba cien lenguas diferentes. Llegó Heracles al huerto y vio a un lado a Atlante, el encargado de sujetar el cielo sobre sus hombros, aburrido de permanecer siempre en la misma postura.

-Oye, Atlante –le propuso Heracles-, si me traes las manzanas de oro, yo te sujeto el cielo.
Atlante aceptó encantado. Y al cabo de un rato regresó:
-Aquí tienes las manzanas, amigo Heracles.
-Aquí tienes tu cielo, amigo Atlante.
-Espera un poco. Pensándolo mejor, puedo llevar yo mismo estas manzanas a Euristeo.
-De acuerdo, amigo Atlante. Sujeta un poco el cielo mientras me pongo un saco sobre la cabeza, que me hace daño.
Atlante cayó en la trampa. Dejó las manzanas en el suelo y sujetó de nuevo el cielo.
-Ahí te quedas –le dijo Heracles.

Heracles regresó atravesando tierras africanas. En el desierto de Libia sintió una terrible sed. Dio una patada al suelo e hizo brotar un río. La patada despertó al gigante Anteo, que dormía cerca. Era un terrible luchador que renovaba su fuerza en contacto con la tierra.
Anteo salió al paso de Heracles y estuvo a punto de vencerlo.

Cuando Heracles entregó las manzanas de oro a Euristeo, este se asustó del brillo que despedían.
-No las quiero. Te las regalo.
Heracles salió con las manzanas y se las entregó a la diosa Atenea, que las devolvió al árbol antes de que Hera se enterara de lo ocurrido. Heracles se salvó de milagro de una terrible venganza.



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