Heracles (Hércules para los romanos)- Juan Kruz Igerabide


La madre de Heracles, cuando este nació, perdió la cabeza: confundió al niño con un pedrusco y lo abandonó en un prado.
-Ahí te quedas, pedrusco.

Zeus, paseando con su esposa Hera por dicho prado, vio al niño y exclamó:
-¡Oh, que niño más hermoso!
Seguro que su madre ha perdido la razón para abandonarlo en este lugar. Ven, Hera, ven. Tú que tienes leche, ¿Por qué no lo amamantas?

Hera tomó en brazos al bebé y notó en aquel cuerpecito una fuerza extraordinaria. Le ofreció un pecho y Heracles chupó tan fuerte que Hera dio un grito y lo arrojó al suelo.
Del pecho de Hera brotó un río de leche que ascendió al cielo. Fue así como se formó la Vía Láctea.

En poco tiempo, Heracles se hizo mayor. Sus ojos emanaban fuego y era un luchador colosal; llevaba una clava, una especie de garrote con punta de hierro, con la que aterrorizaba a sus enemigos. Sin embargo, era también sensible y tocaba la lira y estudiaba astronomía y filosofía; tenía buen corazón y respetaba a la gente de bien, aunque era terrible con los malvados. Nunca golpeaba primero, pero a los que le atacaban los hacía trizas..

No tenía más que dieciocho años cuando un rey le llamó pidiéndole ayuda, porque un león estaba atacando los rebaños del reino. Heracles se enfrentó al león a mano desnuda, lo agarró por las fauces y lo venció. Después, le arrancó la piel y se le echó encima, como una capa con capucha; dejaba ver la cara a través de la boca del león.

Con semejante aspecto, metía miedo allí donde se presentaba.
La diosa Hera, molesta por la actitud agresiva de su ahijado, lo volvió loco, igual que le pasó a su madre. En su locura, Heracles hizo grandes males.

Cuando recobró la razón, quedó muy apenado, y se encerró en una cueva. Pasado un tiempo, acudió al oráculo, y este le aconsejó:
-Para limpiar tu pecado, has de ponerte a las órdenes del rey Euristeo y llevar a cabo doce grandes trabajos que él te encomendará.

A Heracles le molestó mucho tener que ponerse a las órdenes de un mequetrefe de rey. Pero como no había otro remedio, se humilló ante Euristeo:
-Mándame lo que quieras, rey.
 Euristeo le ordenó el primer trabajo:  matar otro terrible león que asolaba los campos. Todos los campesinos habían abandonado aquellas tierras.

Heracles buscó al león por todas partes y lo halló en unas lejanas montañas rugiendo ferozmente. Le lanzó unas flechas, pero estas rebotaban en la piel de la fiera. Lo atacó con su espada y el hierro se dobló como si fuera papel. Como último remedio, Heracles echó mano de su clava, y atizó al león, que, entonces sí, rugió de dolor y se retiró a una cueva.

La cueva tenía dos salidas. En una de ellas Heracles colocó una resistente red y se adentró por la otra parte. La lucha fue terrible, aunque finalmente venció a Heracles.
Cuando regresó con el león a cuestas, el rey Euristeo se quedó impresionado por el aspecto tan fiero del león.
-En adelante, cuando mates alguna fiera, es mejor que la dejes fuera de la ciudad –ordenó a Heracles.
Este asintió.


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