Heracles y las aves de bronce –Juan Kruz Igerabide
Unas aves
devoradoras de humanos estaban sembrando el pánico por todo el territorio.
Tenían picos, garras y alas de bronce y devoraban a todo ser humano que
encontraban a su paso. Incubaban sus huevos cerca de un lago, para
reproducirse. Además, en pleno vuelo, dejaban caer plumas de bronce, originando
una pesada y peligrosa lluvia que hería y mataba seres vivos y destruía
cosechas.
Heracles
nada pudo hacer con sus flechas; vigiló el lago, escondido tras unas rocas. La
diosa Atenea se le acercó por detrás, le regaló dos timbales y desapareció. Al
atardecer, todas las aves se congregaron a la orilla del lago, a descansar. De
repente, Heracles hizo sonar los timbales, que retumbaron por todo el valle como
una furiosa tormenta.
Las aves
volaron en desbandada y chocaron entre sí, cayeron en picado y se hicieron
trizas contra las rocas del suelo o se ahogaron en el lago.
A las pocas
que se libraron, Heracles las atacó con su clava, lanzando terribles alaridos que
las dejaban paralizadas. Las machacó y envió los restos de bronce al fondo del
lago.
Euristeo, no
contento con la hazaña de Heracles, deseaba algo más.
Hacía tiempo
que sentía una gran envidia por el toro blanco del rey Minos.
-Tu séptimo
trabajo consiste en ir a Creta y robar el toro blanco de Minos.
-¿Para qué
quieres un toro blanco? Da lo mismo uno negro; te regalo uno de los míos. No me
gusta robar.
-Quiero el
toro blanco de Minos y tú no puedes desobedecerme hasta que cumplas tus doce
trabajos.
Heracles
partió para Creta y regresó con el toro blanco de Minos. Euristeo vio que el
toro podía resultar peligroso, porque lanzaba llamas por las narices y ordenó
que lo soltaran en el campo.
Euristeo,
insaciable, pidió los cuatro caballos salvajes de Diomedes, que se alimentaban
de carne humanos. Diomedes era muy hospitalario y acogía a mucha gente en su
casa.
Pero, aprovechando que dormían, arrojaba a sus huéspedes a los caballos,
y estos los devoraban. Heracles se dirigió a los establos y se llevó a los
caballos hasta la costa. Los soldados de Diomedes salieron tras él. Heracles
abrió una enorme zanja y la inundó con agua del mar. Diomedes y sus hombres
cayeron en la zanja y Heracles los venció.
Después de
la hazaña, Euristeo se encaprichó del cinturón mágico de la reina de las
amazonas, que eran terribles guerreras. Eran las mejores jinetes del mundo.
Heracles se
presentó ante la reina y esta se enamoró de él en el acto.
-Te doy mi
cinturón si te casas conmigo –le propuso la amazona.
Las
amazonas, pensando que habían secuestrado a su reina, se lanzaron a caballo
contra Heracles. Este pensó a su vez que la reina le había tendido una trampa,
así es que le robó el cinturón y huyó corriendo.
Euristeo se
lo ciñó a su propia hija y esta vez se sintió completamente satisfecho.
-Buen
trabajo, Heracles.
Y regaló al
héroe una hermosa túnica.
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