La mona y la tortuga –Gianni Rodari


Una mona vivía en una isla lejana, en un bosquecillo de higueras cerca del mar. Se alimentaba de fruta y se lo pasaba muy bien. Sólo le faltaba un amigo y pronto lo encontró. Una mañana vio en el agua, no lejos de la playa, una gran tortuga que había llegado nadando desde la isla vecina. La mona arrancó enseguida un higo maduro y se lo arrojó a la tortuga, que se lo comió enseguida, y le pareció tan exquisito que no dejaba de darle las gracias.

-Ni una palabra más –exclamó la mona-. Si te gustan los higos, puedo darte más.
Desde aquel momento, la mona y la tortuga entablaron una amistad. La mona estaba contenta por haber encontrado a alguien con quien conversar; la tortuga, por haber encontrado a una anfitriona tan generosa y unos higos tan dulces. Por la misma época, el rey León se enfermó. Al borde de la muerte, ya nada podía salvarlo, salvo un corazón de mona que, como se sabe, cura cualquier enfermedad. El rey León prometió una abundante recompensa y un título de nobleza a quien le llevase un corazón de mona.

La tortuga se enteró y pensó enseguida en su amiga de los higos.
Sin perder el tiempo emprendió viaje, nadó hasta el bosquecillo de las higueras, aceptó los dulces frutos que le daba la mona y, finalmente, le dijo:
-Amiga mía, me gustaría tanto compensar tu hospitalidad…
¿Quieres venir a visitarme?

-Con mucho gusto –respondió la mona. Pero, ¿cómo haré para cruzar el mar?
-Muy sencillo: irás montada sobre mí, yo te llevaré.
La mona, sin sospechar nada malo, montó sobre la tortuga y comenzó la travesía.
Cuando estuvieron en medio del mar, de repente, la tortuga dijo:
-Oye: ¿es cierto que tu corazón cura cualquier enfermedad?

La mona soltó unos chillidos de terror. Sólo ahora se daba cuenta del peligro en que se encontraba.
Pero, ¿cómo salvarse a esas alturas? Estaban en alta mar y a ella no se le daba bien la natación. Reflexionó un momento y al fin respondió:
-Es verdad, tortuga, mi corazón es la mejor medicina. ¿Hay algún enfermo entre vosotros?
-Sí, nuestro rey.

-Pero, ¿por qué no lo dijiste antes? Si lo hubiese sabido, habría cogido el corazón para dártelo.
-¿Cómo? ¿No llevas contigo tu corazón?
-Claro que no. Debes saber que nosotras, las monas, cuando salimos de viaje, dejamos el corazón en casa. Pero todo tiene remedio: llévame de vuelta a casa y te lo daré.

La tortuga obedeció, cambió el rumbo y llevó a la mona a su casa. Al llegar, naturalmente, la mona trepó al primer árbol que vio y no volvió a separarse nunca más de sus higos.




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