La sirenita –Gianni Rodari
En una
cabaña, a la orilla del mar, vivía una mujer muy pobre. Era vieja, muy vieja, y
resultaba un verdadero milagro que su cabaña, aún más vieja que ella, se
mantuviese en pie. Pero la pobre mujer vivía allí a gusto porque no tenía hijos
y no habría sabido adónde ir.
Para
trabajar era demasiado vieja. No se moría de hambre porque recogía en la playa
pececillos, pequeños cangrejos, almejas, todo aquello que las olas llevaban a
la orilla. Cuando había tormenta, la vieja se quedaba todo el día encerrada en casa
padeciendo hambre. Pero al menos estaba segura de que, acabada la tormenta,
encontraría en la playa muchos peces y hasta algunos leños para encender fuego.
Una noche
estalló un terrible temporal. Llovía, silbaba el viento, el mar aullaba.
En cuanto amaneció,
la vieja salió de su cabaña. Consiguió a duras penas llegar a la playa, pues el
viento soplaba cada vez más fuerte y enormes olas encrespaban el mar. Mientras
recogía los pececitos, una ola gigantesca la alcanzó y la cubrió completamente.
La pobre vieja sospechó que había llegado su última hora y con ambas manos se
aferró a algo duro. Cuando la marea descendió, vio que se había agarrado a la
concha de un gran molusco.
-Tendré algo
para comer –pensó aliviada, y colocó la concha en la cesta junto con las
almejas, los pequeños cangrejos, todo lo que había recogido.
En casa, al
preparar la comida, se dio cuenta de que la concha estaba semiabierta. Se ayudó
con un cuchillo para abrirla del todo y, con gran sorpresa, encontró dentro a
una niña: pequeña, muy hermosa, y despierta. Tenía los ojos verdes, una larga
cabellera un cuerpo centelleante de madreperla y, en lugar de los pies, una
cola de pez.
No sabiendo
que hacer, la vieja se fue con la concha a consultar a una adivina. Esta
observó a la niña y le dijo:
-No es una
criatura humana. Es la hija de la reina del mar. Debe de haberse escondido en
la concha por miedo a los tiburones. Debes llevarla de nuevo al mar, dejarla en
una roca y esperar a ver qué sucede.
La vieja
obedeció. Llevó a la sirenita, dentro de la concha, a la orilla del mar, la
colocó en una roca y se escondió. Poco después oyó una voz. Salió de su
escondite y vio en el agua, junto a la orilla, a una maravillosa sirena. Largos
cabellos le cubrían todo el cuerpo y estaban adornados con perlas.
-La niña es
mía –dijo la sirena-. La escondí en la concha para salvarla del tiburón que
mató a mi marido y que quiere obligarme a ser su mujer.
Luego la
sirena amamantó a la pequeña y le pidió a la vieja que se la llevase todas las
mañanas a la orilla del mar. A cambio, le dijo, le conseguiría todos los peces
que quisiera para subsistir.
La vieja
albergó a la sirena en su cabaña y, cada mañana, la llevaba a la orilla del mar
para que su madre pudiese alimentarla.
Y cuando volvía a la cabaña su cesta siempre
estaba llena hasta el borde.
La sirena
creció a ojos vistas y, en cuanto se hizo mayor y fuerte, su madre quiso
llevársela consigo. Pero cada vez que la vieja se dirigía a la orilla, la joven
sirenita salía del mar, la besaba y le regalaba un puñado de hermosas perlas.
La vieja ya
no volvió a pasar hambre, pues lo tenía todo en abundancia. Y lo más importante
era que ya estaba sola.
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