Adelarius Baltavieja y el alcalde de Marmaburgo

 Adelarius Baltavieja era uno de esos magos que, durante toda su vida, había utilizado la magia para hacer reír y entretener. Viajaba de pueblo en pueblo por el pais de Dirm, con su pequeña carreta, su perro Saltador y su mula Mara. Gracias a su magia y a su pequeño teatrillo que cargaba en su carreta, era capaz de hacer aparecer imágenes muy reales mientras contaba sus historias de duendes, magos, caballeros y hazañas prodigiosas.  Su magia de ilusión era tan real que los niños y sus padres siempre lanzaban suspiros de asombro, o de miedo, o de ternura, cuando hacía aparecer a sus protagonistas. A Adelarius le gustaba ver reír a los más pequeños, o asustarse cuando aparecía el dragón. Y al final del día día, todos los niños de cada pueblo por el que pasaba le tenían gran aprecio por sus historias.

Un día, llegando al pueblo de Marmaburgo, se dio cuenta de que había una inmensa niebla que lo rodeaba. Al entrar, comprobó que casi todas las personas caminaban e iban de aquí para allá sin hablar ni decirse nada. A Adelarius le pareció el pueblo más triste con el que se había cruzado jamás. Se internó en él y, a medida que avanzaba entre la niebla, se fijó en un curioso detalle. No había ni un solo niño. Nadie jugaba en las calles, no se oían ruidos de correteos.

Cuando, por fin, llegó a la escuela del pueblo vio que estaba completamente cerrada. Aquello si que era un misterio. Un pueblo sin niños era como un pueblo sin futuro o, por lo menos, era lo que siempre decía su abuelo, el gran Horarius Baltavieja.

Hizo avanzar su carreta hasta que se cruzó con un vecino de la zona. Entonces se detuvo.

-Disculpe, buen señor, ¿podría decirme dónde están los niños?

El señor, con sombrero de copa y chaleco, se colocó un monóculo y se puso muy nervioso, mirando hacia todos los lados. Se acercó rápidamente a él con el dedo en los labios para que se callara.

-Shsss -le dijo-, baje la voz, hombre. 

Adelarius se quedó extrañado. No comprendía por qué estaba prohibido en aquel pueblo hablar de los niños.

-Es el alcalde...-le dijo el hombre por fin-, es un mago mayor al que no le gustan los niños y desde hace años decretó que todos los niños debían ir con él. La gente, por supuesto, no obedeció y quiso, de hecho, cesarle del puesto. Entonces, por la noche, mientras todos dormían, gracias a su magia, los niños abandonaron sus casas completamente dormidos y se los llevó. Cuando la gente se enteró, se opuso al ver lo que había hecho, pero el alcalde les dijo que si alguien osaba retarle, nunca más volvería a ver a sus hijos.

-Vaya, qué ser más funesto -dijo Adelarius-. Está claro que este hombre nunca se ríe. 

-No... nunca. De hecho -continuó el hombre hablando en susurros-, desde entonces ha decretado muchas leyes que obligan, por ejemplo, a estar en silencio, a no hablar con nadie, a no tocar música, a no pintar cuadros, a no escribir y, por supuesto, están prohibidos el teatro y cualquier tipo de representación. Hay que hacer lo que él diga. Tanto es así que esta niebla la puso él diciendo que no le gustaba ver el color en las calles y que prefería verlo todo así de gris. 

-Bueno, está claro que  este mago no es un hombre bueno -le dijo-. Gracias por la información. Mi nombre es Adelarius Baltavieja.

-Yo soy Otto Frogan, el relojero del pueblo -le contestó-, encantado.

Adelarius se despidió, azuzó a su mula Mara y emprendió el camino hacia el siguiente pueblo en su lista. Sin embargo, a medida que avanzaba, pensaba en lo injusto que era lo que le estaba pasando a aquella gente. Él no tenía la solución para ellos, pero aun así era muy injusto.

Continuó avanzando, ya fuera del pueblo, pero, en ese momento decidió que eso no podía ser.

Alguien debía cambiar aquella situación injusta. 

Todas aquellas familias estaban separadas de sus hijos. Por fin, cuando ya veía el poblado de Marmaburgo desde las colinas aledañas, se dijo a sí mismo que tenía que hacer algo. No podía permitir que los niños estuvieran secuestrados, y mucho menos que no se pudieran hacer espectáculos ni representaciones de teatro.

Adelarius apretó los labios, muy enfadado, y le dijo a su mula Mara y a su perro Saltador que debían regresar. Desanduvo el camino hasta la entrada del pueblo y allí se paró. Entonces comenzó a elaborar un plan. Antes de nada decidió que, dado que no podía hacer que ese malvado mago dejase de ser el alcalde de forma inmediata, tenía que encontrar otra forma de conseguirlo. Durante toda la noche estuvo meditando. Era obvio que el mago que había lanzado esa maldición era muy poderoso y también que su especialidad eran las ilusiones, no las maldiciones.

<<Este mago está muy preparado -se decía una y otra vez-. Debo enfrentarme a él cuando sepa que ya he ganado la batalla, si no puede que yo también me quede preso de por vida>>.

Esa noche caminó en torno a su carreta y comprendió finalmente que su plan pasaba por descubrir, primero, dónde estaban los niños y, después, cómo deshacerse de él. Así pasó una hora tras otra hasta que, a la mañana siguiente, había elaborado una fórmula para conseguir su objetivo. 

Lo primero que tenía que hacer era hablar con las personas del pueblo secretamente. Pero si las reunía en un sitio, el alcalde se daría cuenta y su plan fallaría. Entonces, con mucho sigilo, se introdujo en el pueblo y buscó a Otto Frogan, el relojero con el que se había encontrado. Le buscó durante todo el dia, pero no fue hasta por la noche cuando encontró su tienda en una calle pequeña y estrecha. Al entrar le vio, tras el mostrador, con aquella lupa colgada de la cabeza. 

-Señor Otto -le dijo-. Vamos a traer a los niños de vuelta.

Durante la noche, Adelarius le contó cómo lo iban a hacer. Otto tenía que encargarse de decírselo a  la gente y que estos siguieran el plan. Al día siguiente Otto y Adelarius visitaron a todos los vecinos del pueblo contándoles que, este último, era un mago ilusionista y que estaba dispuesto a ayudarles. Muchos pensaron que un mago creador de ilusiones no podría enfrentarse contra un alcalde que era capaz de lanzar maldiciones y someter a los niños a su voluntad. Incluso, algunos dijeron que si el plan de Adelarius fracasaba, la represalia por parte del alcalde sería terrible. Adelarius se plantó ante ellos:

-Sometidos así nunca podréis recuperar a vuestros hijos, ni vuestra alegría.

Por la noche, todos los vecinos estaban de acuerdo en seguir el plan que Adelarius les había propuesto.

A la mañana siguiente, el pueblo apareció todavía más sombrío. Nada se movía. Todo el mundo había desaparecido de las calles y de las casas. Cuando el alcalde salió por la puerta de su casa, con su sombrero de copa, su capa y  su bastón, se quedó extrañado del silencio: nadie le saludaba al pasar y todos se retiraban asustados, tal y como a él le gustaba. Nadie le sonrió, mostrándole respeto y miedo a la vez.

Cuando llegó al ayuntamiento de la ciudad no encontró a nadie. De pronto no podía mandar sobre nadie, lo cual le enfadó mucho más. No había secretarios a los que ordenar, ni concejales a los que decretar. Ahora ya no importaba que impusiera nuevos impuestos, o que expidiera nuevas ordenanzas para el pueblo. De pronto, se sintió solo. No había nadie en el pueblo... estaban él y su niebla. Se quedó extrañado, pensando que sus convecinos no podrían haberse ido sin decir nada, el tenia a sus hijos. Pasó todo el día encerrado en su despacho, enfadado, pensando en el castigo que impondría a todos cuando regresasen. 

Cuando por fin, decidió volver a su casa, le ocurrió lo mismo. Nadie en las calles que le pudiera dar un saludo o una mirada de temor. Lo que no sabía el alcalde era que en el fondo estaba siendo vigilado por la atenta mirada de Adelarius que, escondido bajo diferentes ilusiones como un barril, una estatua o una columna, había estado analizando a su rival durante todo el día. Adelarius trataba de averiguar, por encima de todo, dónde estaban los niños. Sabía que cuando el alcalde comprendiera que no había nadie sobre quien gobernar, tarde o temprano, buscaría a los niños para gobernarlos a ellos, y él lo seguiría oculto bajo sus ilusiones. 

Así, esperó y esperó, disfrazándose bajo las imágenes de muchas cosas, estatuas, escaleras, puertas y armarios, mientras el alcalde se desesperaba por encontrar a sus vecinos. Al principio, sin duda, estaba muy enfadado, pero, a medida que pasaba el tiempo, su enfadó desapareció y se convirtió en desesperación. 

Al pasar un mes, el alcalde, estaba completamente deprimido. Lo único que deseaba era que los vecinos de su pueblo regresasen. Por eso comenzó a buscarlos, pero por más que buscaba, no los encontraba nunca. Adelarius, se reía mucho del pobre mago. Este no sospechaba que, en realidad, todos ellos estaban allí, ocultos bajo otras ilusiones que él había creado. Por eso, cada vez que veían al alcalde se quedaban quietos, y este les confundía con sus estanterías, sus alfombras y todo tipo de objetos. Incluso hubo uno que le pidió a Adelarius ser como la fuente de la plaza del burgo. Por fin, llevado por su desesperación, al ver que no les encontraba, decidió salir en busca de los niños. Fue entonces cuando Adelarius, se ocultó bajo la imagen de la trasparencia, de tal forma que era completamente invisible. El alcalde, siempre mirando hacia atrás por si le seguían, salió del pueblo hasta alcanzar la base de la más grande. Allí, extrajo una llave de un bolsillo oculto de su capa. Adelarius comprendió, por los símbolos grabados que tenía la llave, que esta era mágica. Efectivamente la introdujo en una roca gigantesca, donde no había ni siquiera cerradura. 

Sorprendentemente, esta se desplazó a la derecha y el alcalde, tan precavido como siempre, se giró y esperó para saber si alguien lo había seguido. Adelarius paso ante él como si nada y penetró dentro de la cueva. Efectivamente, pronto encontró a todos los niños dentro de las celdas. Lo primero que pensó fue en esconderles haciéndoles trasparentes como él y así hacerle creer al alcalde que habían desaparecido también.

Sin embargo, al intentar utilizar su magia desde fuera de la celda comprendió que era inútil. Aquellas celdas eran mágicas y debían estar encantadas por el mago. Examinó las cerraduras y concluyó que todas ellas se abrían con aquella llave tan fantástica que el brujo tenía guardada en su capa. ¡Tenía que conseguirla! El alcalde, finalmente, comprobó que los niños estaban en su sitio, tristes y hambrientos, pues no les dejaba mucha comida ni agua. Así que, por lo menos, se quedó algo más satisfecho y salió de su pequeña mazmorra. Regresó al pueblo y, con él, sin que lo supiera, también Adelarius. 

Esa noche, mientras el alcalde dormía, Adelarius reunió a todos los vecinos y les contó su descubrimiento. Todos lloraron de alegría al saber que sus hijos pronto estarían con ellos. 

-Ahora tengo que quitarle la llave de la capa, así que entraré en su casa y, mientras duerme, la cogeré y en su lugar dejaré una ilusión para que no se de cuenta. Si todo sale bien sacaremos a los niños de su encierro esta misma noche. 

-¡Muchas gracias, Adelarius! -le decían algunos vecinos entrechocando sus manos. 

-¡Gracias de todo corazón! -le decían otros-. Y pensar que al principio no queríamos hacerte caso...

Adelarius, de nuevo vestido como una sombra transparente, se introdujo por la ventana y se dejó caer en la habitación del alcalde, que roncaba profundamente. Allí, en la oscuridad, comenzó a buscar la capa, primero en los cajones, primero en los cajones de la mesilla, luego en una cómoda y finalmente en el armario. Pero por más que buscaba no la encontraba. Pronto amaneció y tuvo que abandonar la sala, antes de que despertara.

Entonces, algo frustrado, miró al alcalde que dormía profundamente y se acercó a él. "¡Pero si está durmiendo con ella puesta!". Entonces, Adelarius comenzó  a pensar que aquello era muy, pero que muy extraño. Se acercó y examinó la capa con mucho detenimiento. 

<<¡Vaya con el mago del alcalde!>>, se dijo. Aquella era la capa mágica de Kaledon, que convertía a aquel que la tuviera puesta en un mago muy poderoso. 

Él, que era un auténtico mago, sabía que había muchos objetos así, pero ninguno era tan eficaz como el suyo, que era el conocimiento verdadero de la magia. Con sumo cuidado, se acercó a él y comenzó a  desatar los cordones de la capa. Fue ene ese momento cuando el alcalde abrió los ojos y Adelarius, se quedó completamente inmóvil. El mago había notado algo, pero como estaba tan dormido apenas prestó atención. 

Simplemente se ató la capa y se preparó para comenzar un nuevo día. Adelarius y el resto de sus vecinos tuvieron que esperar todo el día para poder intentarlo de nuevo. Además el alcalde no salió de su casa porque estaba deprimido. Por mas que había buscado y llamado a la gente, no encontraba a nadie. Así que se quedó en su casa llorando desconsoladamente. Adelarius y el resto del pueblo esperaron a que pasara la medianoche para intentarlo otra vez. 

Todos estaban esperanzados. De nuevo, como una sombra invisible, se introdujo por la ventana de la habitación donde dormía el mago. Adelarius se acercó sigiloso y comenzó sigilosamente a desabrocharle los lazos de la capa con la esperanza de que no se despertara otra vez.

Pero el alcalde solo se removió, un poco inquieto. Adelarius terminó de desatar los cordones y esperó a que este se girara hacia algún lado. 

Por fin, después de un rato, lo hizo y, de un tirón, pudo coger la capa. Más tarde, creó una ilusión idéntica y salió por la ventana con la capa y con la llave mágica que iba dentro.

Sin dudarlo, ascendió a la base de la colina más grande, utilizó la llave para abrir la roca y una por una abrió las cárceles mágicas, liberando a los niños.

-¡Tranquilos, pequeños, tranquilos! -les dijo-. Voy a llevaros con vuestros padres.

Cuando los vecinos le vieron llegar con todos sus hijos alrededor, no daban crédito. No pudieron contener las lágrimas ni los saltos de alegría. Aun así todo lo hicieron en susurros pues Adelarius quería que el alcalde no supiera nada hasta el día posterior. Tal como había planeado, sabía que tenía que enfrentarse al mago cuando ya le hubiera vencido y es así como lo había hecho. El alcalde ya no tenía a los niños y, sin la capa, tampoco conservaba el poder mágico.

Al día siguiente, el alcalde se levantó en su casa y lo primero que observó fue que ya o había niebla, todo el poblado estaba en las calles y había...¡niños por todas partes!

Salió de su casa corriendo y, cuando se cruzaba con la gente, comprobó que nadie la saludaba, que no le tenían miedo, y menos aún le guardaban respeto. Se plantó en la alcaldía y allí se encontró con Adelarius.

-¿Es usted el causante de todo esto? -le dijo enfadado-. Voy a destruirle con mi poder.

Adelarius movió los dedos e hizo desaparecer la ilusión de la capa. 

-Me temo que no -le dijo-, ya le he vencido yo antes. Ahora creo que las gentes de Marmaburgo van a juzgarle.

Y así fue como el alcalde fue condenado a trabajar para el pueblo durante toda su vida y, aunque nunca consiguió reír, tuvo que soportar que el resto si lo hiciera, sobre todo con las representaciones de Adelarius. Este fue tan querido por todos que, cuando pasaba por el pueblo, todos querían invitarle a comer, a cenar y a quedara el mayor tiempo posible. El siempre aceptó con una sonrisa.






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