Rumplestiltskin

 El padre de Edora era un molinero que se pasaba todo el día fantaseando, diciendo que su hija era capaz de grandes cosas que no era. A veces decía que su hija había viajado por todo el mundo, otras que había escalado las montañas mas altas y había descendido a las cuevas más profundas. Edora le decía una y otra vez a su padre que no debía inventar esas cosas sobre ella  porque realmente no eran verdad. Además ella quería ser valorada por sus propios méritos y no por los que su padre se inventase. 

Sin embargo, él seguía contando aventuras imposibles y, cuando los aldeanos le preguntaban <<¿Realmente viste al dragón del arcoíris?>> o <<¿Es cierto que buceaste junto a las sirenas de Mar Escarlata?>>, ella siempre decía lo mismo:

-No hagáis mucho caso a mi padre, fantasea demasiado. 

Así se pasaba el día, desmintiendo todo lo que contaba su padre a  los clientes que venían en busca de pan o a moler el trigo en su molino. 

Un día mientras ella estaba haciendo la masa para hornear bollos, el rey de Urumbría, que había salido a cazar, olió la masa recién hecha y se acercó al molino. Al descabalgar, el molinero le atendió cortésmente y le trajo pan y dulces para que los probara.

-Estos bollos están deliciosos, molinero -le dijo-, quién los hace?

-Mi hija -contestó-, que es una estupenda cocinera. Ella sola es capaz de hacer cualquier cosa que se proponga, hasta convertir el hilo de bordar en oro. 

El rey se río ante tamaña exageración del  molinero y le dijo:

-El pan está rico, pero lo de hilar oro es difícil de creer.

El molinero, que no podía tolerar que alguien dijera que no era verdad, le dijo de nuevo:

-Es cierto, majestad, mi hija es capaz de hilar oro con una rueca. 

El rey, de nuevo, se rio pensando que el molinero se había vuelto loco. Pero, cuanto más dudaba el rey, más intensidad ponía el molinero en su afirmación. 

-Si os digo que puede es que puede, y no se debe desconfiar de la palabra de un hombre honrado como yo. 

El rey, que veía al molinero muy testarudo, pensó que, tal vez, lo mejor sería darle un pequeño escarmiento para que no fuera contando historias tan difíciles de creer.

-Está bien,  está bien -dijo el rey-, decid a vuestra hija entonces que venga a palacio esta tarde. Si es capaz de hacer lo que decís, tendré que comerme mis palabras, pero si no...le cortaré la cabeza.

El molinero abrió los ojos de par en par.

Aquello le había pillado de improviso y el susto fue tan grande que se quedó completamente callado

El rey sonrió para si y se dijo que el hombre aprendería la lección para no decir más mentiras.

Por supuesto, no pensaba cortarle la cabeza, tan solo ver cómo se había quedado de callado el molinero le bastaba para saber  que se lo había inventado. Más tarde, cuando el rey ya se había ido, Edora llegó del molino con más bollos y pan recién hecho y su padre le contó lo acontecido. A Edora le dio un vuelco el corazón. 

Ella no podía hilar hilos de oro, ¿Cómo iba a hacerlo? Su padre no dejaba de llorar pidiéndole perdón, pero ya era tarde. Si no encontraba una solución, el rey le cortaría la cabeza. Primero pensó en huir, pero estaba segura de que el rey la buscaría y la atraparía. Tal vez lo mejor era presentarse allí y explicarle a su majestad que su padre había mentido y que ella no podía hacer tal cosa.

Así lo hizo. Tal como había acordado el rey con el molinero, Edora se presentó en palacio y pidió una audiencia.

Inmediatamente la llevaron al salón del trono, frente al rey. 

El rey la recibió sentado pero, cuando la vio, se quedó de piedra.

Edora era la muchacha más bella que había visto. 

Por su parte, Edora sintió que el rey era un hombre muy apuesto y que había en sus ojos un brillo que destilaba bondad. No en vano se decía de él que era un rey justo. Tratando de controlar sus nervios para que no se notasen sus pensamientos, el rey le dijo a Edora que su padre había jurado que ella podía hilar hilo de oro en una rueca.

-Majestad, mi padre es propenso a contar historias que...

El rey, que no quería dejar que la muchacha se fuera y quería dar un escarmiento a su padre, la interrumpió.

-Nada, nada -le dijo el rey-, tenéis toda esta noche para hilar toda una habitación con hilo de oro. Llevadla y que no salga hasta el amanecer.

-Pero, majestad -trató de advertirle Edora. 

Efectivamente, los guardias de palacio la condujeron a una estancia donde estaba todo lleno de hilo de bordar y una rueca.

La pobre Edora, cuando se quedó sola, se sentó y se puso a llorar desconsolada. Lo que no sabia era que su padre, en un acto desesperado, se había internado en lo profundo del bosque de Oburgo en busca de una solución. El molinero no estaba dispuesto a que su hija perdiera su cabeza por sus mentiras y había oído que en lo profundo del bosque habitaba un duende con grandes poderes mágicos. Eso sí, siempre ofrecía sus servicios a cambio de un trato ventajoso. Por eso había caminado y caminado hasta llegar frente a una cabaña no muy grande con una pequeña cerca alrededor. Allí había aparecido un pequeño duende del que nadie conocía su nombre. El molinero, con lágrimas en los ojos, le había pedido su ayuda y el duende le había dicho que, a cambio de esta, le tendría que dar el primero de sus nietos. El molinero, pensando que no tendría ninguno, aceptó el trato.

Por eso, a mitad de la noche,  justo cuando Edora estaba a punto de quedarse dormida, el duende apareció en la estancia con una pequeña rueca en sus manos. 

-Buenas noches, querida -le dijo-, he venido a ayudaros.

-¿Quién sois? -le  preguntó Edora, percibiendo un brillo enigmático y perturbador en su mirada. 

-¿Acaso importa? -le contestó.

-A mi si -le dijo.

-Digamos que un conocido de vuestro padre. Me ha explicado vuestra situación y os ayudaré a cambio de un pacto.

-¿Qué pacto? -le preguntó ella todavía más preocupada.

-¿Acaso importa? -le respondió-, permitidme hilar todo esto y no moriréis mañana. 

De esta manera, el duende comenzó a hilar con su rueca llenando toda la habitación con hilo de oro. A Edora, poco a poco, la invadió el sueño, y cuando por fin despertó, la puerta se había abierto y el rey había penetrado. Los ojos de su majestad estaban abiertos  de par en par. 

No se lo podía creer. Toda la estancia estaba llena de hilos de oro relucientes, brillando a la luz del sol. El rey la miró extrañado y ella se levantó tratando de explicar  que, en realidad, todo era una mentira basada en una mentira; pero el rey levantó la mano y la detuvo.

-No digáis ni una palabra -le ordenó-. Estoy atónito. Vuestro padre tenía razón y yo no le creí. Esta noche os quedareis de nuevo aquí, porque creo que en todo esto hay algún truco que no comprendo. Veremos si mañana podéis hilar de nuevo tanto oro.

Dicho esto, el rey se dio la vuelta y Edora se quedó completamente en silencio. Parecía imposible que alguien pudiera oír la verdad sobre aquella situación. Esa tarde le volvieron a traer más hilo para hilar y la encerraron en la habitación a la espera de que se produjera el mismo resultado. De nuevo, cuando estaban a punto de dar las doce campanadas de media noche, el duende sin nombre apareció. Otra vez la misma situación. Edora se acercó a él y le dijo:

-No quiero que hiléis más. Mañana le contaré al rey toda la verdad.

-Me temo que ya es tarde para eso, querida -le contestó-, yo tengo un pacto con vuestro padre y he de cumplirlo.

-Lo tenéis con mi padre, no conmigo -le respondió ella.

-¿Acaso importa?-le dijo, y lanzó después una risilla nerviosa que inundó la sala.

Edora, superada por la situación, se pasó gran parte de la noche viendo al pequeño duende convertir el hilo de bordar en oro. Al final, se quedó profundamente dormida hasta que el ruido de la puerta la despertó.

El rey volvió a entrar y se quedó pasmado al ver toda la sala brillando en hilos de oro. Posó la vista sobre Edora y se acercó a ella, completamente intrigado y sorprendido. Estaba claro para él que aquí había algo que no podía entender. La hija de un molinero con aquellas habilidades, en su reino, tan bella y que él no se hubiera enterado hasta ahora. Se acercó a ella y le cogió la mano suavemente. Edora le hizo una reverencia.

-Majestad, si me lo permitís -le dijo-, os puedo explicar...

-No tenéis que decir nada -le contestó-. Pero como soy tan incrédulo como vuestro padre testarudo, os propongo que si conseguís hilar en otro otra estancia como esta por tercera vez, no tendré más remedio que comerme mis palabras y aceptar que  nunca he conocido a una muchacha con vuestras aptitudes.

Dicho esto, se dio la vuelta y salió por la puerta, antes de que Edora pudiera decir una palabra. Como era de esperar, por la tarde, la llevaron a una nueva habitación llena de hilo y, al igual que en noches anteriores, apareció allí el duende inquietante y misterioso. 

Incapaz de convencerle, Edora se tuvo que resignar a que, por tercera vez, la sala amaneciera llena de hilos de oro, incluso más brillante que las anteriores veces. 

Ella, despierta esta vez, esperó a que el rey entrase. Cuando lo hizo, su expresión fue de asombro, aunque de resignación también. Se acercó a Edora y, tomándola de la mano, le dijo que quería hacerla su esposa si ella aceptaba. Edora trató de hacerle entender que aquello no había sido obra suya, pero fue inútil.

-No os quitéis méritos -le contestó él-. Sé por los aldeanos de vuestro pueblo que siempre quitáis valor a vuestros logros.

Edora ya no trató de hacerle entender lo que había pasado y, cogiéndole la mano, le dijo que estaría encantada de ser su esposa. Cuando el molinero se enteró, vio todos sus sueños cumplidos y la gente de la aldea tuvo que aceptar que todas aquellas fantasías tenían algo de verdad porque el rey lo había comprobado con sus propios ojos. Tras la celebración, pasaron varios años y todos se olvidaron del pequeño duende. Edora y el rey eran tan felices que no pensaban en nada más que en el reino y ellos, e incluso el molinero, se llegaron a creer que el duende y su pacto habían sido todo una fantasía. Incluso cuando la reina Edora se quedó embarazada y, tras nueve meses dio a luz un precioso hijo, nadie sospechaba que pronto las cosas iban a cambiar.

Una noche, mientras la reina estaba a punto de irse a dormir, apareció en su balcón el duende hilador de oro. Estaba exactamente igual. Edora le miró inquisitivamente, sin comprender qué quería. 

-¿Qué deseas, duende, a estas horas?

-Lo que me pertenece -le dijo-, tu padre me prometió al primero de sus nietos.

Edora cogió a su hijo entre sus brazos pero, antes de que pudiera parpadear, el duende chasqueó los dedos e hizo aparecer a la criatura en los suyos.

-Por favor, no te lo lleves -le dijo-, mi padre no debió haber pactado contigo darte algo que no era suyo.

-¿Acaso importa, querida majestad? -le contestó-. Salvaste la vida por mi.

-En realidad, no -le contestó Edora con lágrimas en los ojos-, pues el rey me confesó tiempo después que nunca tuvo la intención de sentenciarme.

El duende meditó entonces, en silencio, como si aquella súplica le hubiera dado una idea.

-Está bien -le contestó-. Dado que tu padre pactó lo que no era suyo y mi ayuda hubiera sido necesaria para salvar tu vida, he aquí otro trato. 

-Aceptaré lo que me digas, pero no te lleves a mi hijo -le rogó Edora.

-Adivina mi nombre en tres días y no me llevaré a tu hijo -le propuso-, pero si no es así me lo llevaré y, con él, la mitad de tu reino, dado que eso si es tuyo.

-¿Para que quieres a mi hijo? -le preguntó ella desesperada.

-¿Acaso importa, querida? -le dijo lanzando su risilla tenebrosa-. Tenemos un trato.

-Lo tenemos, ¿acaso tengo elección? -contestó ella llorando.

-Querida, lo que si tienes son esos tres días para adivinar mi nombre -le dijo antes de desaparecer.

A la mañana siguiente, Edora le contó al rey todo lo que verdaderamente había sucedido y cómo ella había intentado explicárselo aquellos días una y otra vez. El rey, sin perder más tiempo, envió emisarios a todos los rincones del país, con la misión de que pudieran averiguar cuál era el nombre de aquel enigmático duende. Pasado el primer día, los emisarios que regresaron le comunicaron a la reina que no habían hallado a nadie que pudiera decirles cuál era el nombre de aquel duende. Algunos habían hablado de él como el duende del bosque de Oburgo, pero nada se sabia de él. Pasado el segundo día regresaron más emisarios y estos afirmaron que no habían encontrado a nadie que conociera al duende. Esa noche, otro emisario contó a los reyes que había encontrado a un alicentauro, mitad hombre y mitad caballo, que tenia dos poderosas alas. Este, que era herrero en su pueblo, le contó que había tenido tratos con el duende en el pasado, pero que lo máximo que había llegado a saber era que algunos le apodaban como el señor R.

La reina y el rey se sentían morir, Señor R. no era un nombre, como mucho un apodo o la inicial de algún nombre. Aquel duende les iba a arrebatar a su hijo y ellos no podrían hacer nada contra su poder. Por fin, pasó el tercer día y, uno tras otro, los emisarios no dejaban de traer la misma información: nadie sabia el nombre de aquel duende misterioso. Pero justo cuando estaban a punto de dar las doce campanadas, apareció el último de los emisarios. Les hizo una reverencia y les dijo:

-Majestades, es posible que pueda tener un nombre, pues en vez de preguntar a alguien que lo supiera, pensé que esto ya lo harían todos los emisarios, así que decidí hacer algo diferente. Me interné en el bosque de Oburgo y esperé a ver si le encontraba y, de pronto, me crucé con un duende que no dejaba de cantar algo así:

<<Hoy comeré pan, mañana tomaré cerveza, pasado al hijo de la reina me traerán pues, aunque les dará mucha pereza, el nombre de Rumpelstiltskin no conocerán>>.

La reina y el rey estaban entusiasmados. Era muy probable que fuera el mismo duende. Pasados unos segundos después de la última campanada, el duende apareció con sus andares enigmáticos y peligrosos.

-Bien. ¿Conocéis mi nombre ya, majestad? -le dijo.

-Rumpelstiltskin es tu nombre. 

El duende se quedó en silencio y, lleno de furia, dio una patada al suelo, tan fuerte que introdujo media pierna. Tuvieron que ayudarle a sacarla entre varios hombres. El duende desapareció tan rápido como había llegado y de él nunca más se supo. Edora le dio un castigo ejemplar a su padre y le hizo creer que había perdido a su nieto durante unos días. Desde entonces, el molinero nunca ha vuelto a contar nada más que la verdad.




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