Horan el centauro
Horan era un joven centauro, mitad hombre mitad caballo, que vivía junto a su madre en Kardonmán, el pais de los centauros, entre las grandes praderas y el poblado de Vólgosan. Desde que era muy pequeño, Horan se había sentido muy diferente al resto de los centauros: su pelaje era blanco puro y su tamaño era casi una cuarta más grande. Los centauros del poblado siempre le habían mirado con cierto recelo porque corría más que el resto, y era más fuerte, y siempre terminaban excluyéndole del grupo porque era diferente. Además, su padre había desaparecido siendo él muy joven durante una noche en el bosque. Por eso, él había tenido que quedarse a cargo de la herrería. Los muchachos del pueblo le decían que, en realidad, su padre le había abandonado porque era blanco y grande. Pese a esto, su madre siempre le decía que no era verdad, que él tenia ese pelaje blanco y esa corpulencia porque había nacido especial.
-Además -le añadía siempre al final-, tu padre regresará algún día porque siempre nos ha querido mucho y nunca nos abandonaría por voluntad propia.
Una tarde, estando en la herrería terminando de hacer unas herraduras para su madre, llegó al poblado una pequeña hada llamada Feredia, amiga de su madre. Muchas veces venía a tomar el té con pastas hechas de pétalos de flores silvestres muy dulces. Esa tarde, al llegar un poco pronto, se encontró con Horan.
-Buenos días, Horan -le dijo-, ¿está tu madre en casa? Tengo unas noticias muy importantes que contaros.
-Hola Feredia. Si, está dentro de la casa -le dijo-. Espera y te acompaño.
Prepararon el té y dispusieron las pastas antes de que Feredia les contara lo que había descubierto. Según les dijo, en el interior del bosque de Oburgo, había una cabaña no muy grande que tenía un pequeño duende artesano que poseía grandes poderes mágicos y al que muchos habían acudido a pedir ayuda, y a todos les había ayudado a cambio de algo.
-Tal vez -les dijo Feredia-, os pueda ayudar a encontrar a vuestro padre y marido.
Horan y su madre se sintieron muy dichosos, finalmente podrían llegar a saber qué le ocurrió a su padre y dónde estaba.
-¿Cómo se llama ese duende? -le preguntó Horan.
-Eso es lo más curioso de todo -se encogió de hombros al decir esto -, nadie sabe su nombre. Muchos le llaman el duende y otros, simplemente, señor R.
Horan y su madre decidieron que él tendría que ir a buscar al señor R, así que, después de despedir a Feredia, que le indicó el viaje que tenía que hacer para su partida. Al día siguiente, le dio un beso a su madre y partió hacia más allá de las fronteras del reino.
Durante días cabalgó y cabalgó. Cruzó valles y montañas, cruzó sendas, bosques y ríos. Descansaba por las noches pero, en cuanto despuntaba el sol, volvía a ponerse a cuatro patas y regresaba al camino. Los días de lluvia se refugiaba bajo los árboles, los días de nieve y tormenta buscaba alguna cueva para calentarse frente al fuego, y los días soleados cabalgaba incansable. Fue tras más de tres meses de viaje cuando, por fin, entró en los lindes del bosque de Oburgo. Guiado por un sendero, avanzó durante un rato hasta que encontró, en un claro, la cabaña del duende. Se acercó pensando en qué tipo de precio le pediría aquel ser. Tal vez pudiera ser algo sencillo, él no tenía mucho dinero, pero podía ayudarle en lo que quisiera. Se acercó hasta la puerta y llamó. Efectivamente, esta se abrió y apareció un duende de algo más de medio metro. Le miró sonriendo, como si supiera quién era y lo que hacía allí.
-Es usted Horan, el herrero que se cree un centauro -le dijo riendo de una forma muy particular -. ¿Verdad?
-Así es -le contestó-. ¿Cómo lo sabe?
-No importa eso -le dijo riendo de nuevo y caminando hacia el porche-. Has venido para hacer un trato y saber qué fue de tu padre, y yo lo sé...
-¡Lo sabe! -le contestó -. Entonces tiene que decírmelo.
-Por supuesto, por supuesto -le confirmó sonriéndole enigmáticamente-. Siempre que antes firmemos un trato, te ayudaré con tu problema.
-Diga qué necesita de mí -le dijo-. Haré lo que sea.
-Está bien, está bien, querido -sonrió con las pupilas cargadas de un brillo especial-.
Necesito que recuperes un objeto valioso para mí y me lo traigas. No debe importante el peligro, no debe importarte nada salvo ese objeto.
-¿Dónde se encuentra? -le preguntó-. Iré ahora a por él. ¿Está muy lejos?
El duende caminó, dio un pequeño salto y sonrió complacido.
-De hecho, ese objeto se encuentra muy cerca de donde está tu padre -le dijo-.
¿Aceptas el trato? Piensa que deberás traerme el objeto antes de liberarle de su cautiverio.
-Así que está cautivo...y vivo -le dijo emocionado por la perspectiva de volver a ver a su padre-. Acepto, dime dónde está y te lo traeré.
-Bien, bien, bien. Trato hecho, entonces -le dijo-. Tu padre fue capturado una noche cuando buscaba hierro y piedras para la herrería. Desde entonces se haya cautivado de un malvado mago en un gran castillo, fuera de los limites de Oburgo.
Este no solo lo tiene cautivo a él, sino a muchos otros. A todos ellos les tiene hechizados bajo su magia para que le sirvan. Tu padre es su herrero y, mientras esté bajo ese hechizo, no reconocerá a nadie salvo a su amo.
-¿Y cómo sacaré a mi padre de ese influjo? -le preguntó.
-Te daré una pequeña semilla mágica que, una vez plantada en el patio del castillo, romperá el hechizo. Pero solo cuando me traigas algo que el mago me arrebató hace años y retiene en su más alta torre en la que solo hay una entrada. Y lo más curioso es que esa entrada está en el techo de la misma.
Eso sí que era extraño: una torre cuya entrada estaba situada en el techo. Eso era lo mismo que decir que nadie podía entrar. El era un centauro, no un águila. ¿Cómo iba a realizar semejante prodigio? Ya era bastante difícil para el ascender por las escaleras de una torre con sus cuatro patas como para alcanzar una puerta que estuviera situada tan alta.
-¿Cómo voy a alcanzar semejante alturas, señor R? -le preguntó desesperanzado.
El duende sonrió de nuevo bajo ese aura incómoda y enigmática.
-De la misma manera que lo hace un mago -le contestó-: volando. El mago utiliza su magia para levitar y tú tendrás que encontrar tu verdadera naturaleza para hacerlo.
-¿Mi verdadera naturaleza? -le preguntó.
-Si. Recuerda que eres un herrero que cree ser un centauro. Ya te lo dije al llegar.
-Dígame cuál es y acabaremos antes -le pidió-, así podré cumplir el trato en mucho menos tiempo.
-Me temo que si lo hiciera nunca llegarías a desvelarla por ti mismo. Lo cual seria todo un inconveniente tanto para mi como para ti.
-No os comprendo -le dijo extrañado.
-Eso no importa... -le dijo sonriéndole y manteniendo un silencio tenso-. Ahora escucha. Dentro de la torre hay una rueca de hilar pequeña, recuerda que soy un duende y que es proporcional a mi tamaño. Tráemela y podrás rescatar a tu padre gracias a la semilla que te daré.
Horan, descorazonado, dejó la cabaña del duende sintiendo que le seria imposible alcanzar lo alto de una torre siendo el un centauro con cuatro patas.
Ellos no sabían escalar y sus dos brazos, por muy fuertes que fueran, no podían levantar el peso de todo un cuerpo tan grande como el suyo. Aun así, se encaminó hacia el castillo del malvado mago que tenia preso a su padre y a otros muchos para ver la altura de la torre.
A los dos días, se presentó ante el castillo y, efectivamente, la torre tenia tal altura que impresionaba., Además, todo el edificio estaba rodeado por un foso muy profundo que lo hacia intraspasable. Horan cabalgó en torno a la construcción para ver si podía encontrar un acceso, pero la muralla era altísima. Se quedó allí durante dos días mirando el castillo desde lejos, tratando de descifrar las palabras del duende:
<<Recuerda que eres un herrero que cree ser un centauro>>.
¿Qué quería decir con aquello? ¿Qué realmente solo era un herrero y que ser un centauro era lo de menos? ¿Tal vez que, al ser un herrero, debía construir algo para alcanzar la cima de la torre? Pero eso no tenia sentido, la torre era tan alta que le llevaría siglos construir algo así. Al amanecer del tercer día, cuando disputó el alba, pudo ver desde lejos cómo el mago, un hombre flaco, huesudo y siniestro, ascendía levitando a la torre. <<Ojalá pudiera ser un mago para levitar>>, se dijo.
El solo era un centauro. De pronto, se quedó pensando este hecho. El siempre había creído ser un hombre caballo, su madre lo era y su padre lo era. Aunque, ciertamente, su pelaje, era blanco y el de sus padres no. Su madre siempre le había dicho que era especial y que por eso había nacido diferente. Tal vez lo que el duende había querido decirle era que no era un centauro, aunque lo pareciera. De pronto, sintió unos cosquilleos en los lomos.
Se puso en pie y los cosquilleos se transformaron en una necesidad urgente de estirar sus músculos. Entonces se estiró y, de pronto, de sus lomos aparecieron dos gigantescas alas blancas, emplumadas de un pelaje tan puro como el suyo. Horan se quedó mirándolas como si hubieran aparecido de la nada. Las replegó y, de nuevo, al estar en contacto con sus lomos desaparecieron lentamente. Las extendió otra vez, maravillado. El no era un centauro, sino un alicentauro, un centauro alado. Batió más fuerte y se elevó más y, entonces, comprendió las palabras que el duende le había dicho.
Durante toda su vida había creído ser un centauro, pero ahora le parecía obvio que no lo era. Tal vez sus padres le acogieron siendo él un bebe y le criaron como a uno más.
Horan voló entre las nubes alcanzando gran altura y rodeando el castillo hasta posarse de nuevo fuera de las murallas.
Ahora, sabiendo que podría alcanzar la torre, esperó a la noche. Observó cómo el mago la abandonaba levitando y, cuando parecía que todo estaba en calma, desplegó sus magníficas alas y surcó los cielos. Fue directo hasta la cúspide de la torre y se posó sin hacer ruido.
Después, con sus poderosas patas, golpeó la puerta de entrada y penetró dentro del desván.
Se quedó extrañado al ver aquella sala llena de hilos de oro y paja. Estaban amontonados en dos grandes bloques y, en medio de la sala, estaba aquella pequeña rueca diseñada para las manos de un duende.
Horan no lo dudó; la cogió y, antes de que el mago pudiera adivinar que había estado allí, salió volando hacia la cabaña del señor R.
Cuando amaneció, el duende parecía estar esperándole, sentado en una roca cerca de su cabaña.
Horan aterrizó frente a él y le dejó la rueca.
-Ya veo que ahora sois un alicentauro que es un herrero -le dijo-. Y después de hoy también rescatador de tesoros.
-Ya he cumplido con mi parte del trato, señor R -le dijo-, es hora de que cumpláis la vuestra.
El duende soltó su risilla particular y le miró con aquel brillo inquietante en los ojos.
-Está bien, está bien -le dijo-, nunca dejo de cumplir uno de mis tratos y es justo que tengáis esto.
Entonces señaló un pequeño fruto que estaba suspendido de uno de los árboles cercanos a su cabaña.
-Cogedlo -le dijo-, y plantadlo en el patio de armas del castillo, y todos los cautivos dejarán de estar hechizados, el mago perderá su magia y vuestro padre regresará con vos.
Horan tomó el fruto y miró de nuevo al duende, que no paraba de sonreírle. Tuvo la sensación de que aquel duende era algo oscuro y peligroso. Estaba seguro de que, al plantar la semilla en el castillo, el duende ganaría algo para él aparte de la rueca que ya tenia. Aun así, ahora solo le importaba rescatar a su padre. Miró la semilla y se la guardó en el zurrón.
-Decidme algo, señor R -le dijo antes de emprender el vuelo-. Cuando el mago pierda toda su magia, ¿Dónde irá esta?
El duende se encogió de hombros y se rio de nuevo.
-¿Acaso importa? -le contestó.
Horan batió sus alas y regresó hacia el castillo.
Llegó al atardecer, lo sobrevoló y aterrizó tras unos grandes montones de paja y unas carretas.
Desde allí observó a toda la servidumbre que el mago tenía: elfos, hadas, duendes, e incluso el antiguo señor del castillo, que le servía como si fuera un mayordomo. Todos tenían los ojos grises. Al fondo de todos ellos, en la herrería, estaba su padre, tan ausente como el resto.
Sin dudarlo, cabalgó hasta el centro patio de armas y, con las patas, escarbó en el suelo. Dejó caer la semilla y la tapó de nuevo. Justo cuando el malvado mago aparecía por la puerta del patio, su hechizo se deshizo y, aunque alzó las manos para lanzar su temible conjuro sobre él, no surtió ya ningún efecto. De pronto, todos los sirvientes comprendieron que ya no lo eran y que habían estado hechizados. Llenos de una alegría sin limites, bajaron el puente levadizo y corrieron a sus hogares. Horan esperó que su padre le abrazara con fuerza.
-Hijo mío -le dijo-, es hora de volver a casa.
El mago, al ver que había perdido todo su poder mágico, se quedó llorando en una esquina hasta que le mayordomo, que era el antiguo dueño del castillo, hizo que sus hombres le apresaran.
-Ahora me servirás tú todo lo que yo te he servido y más -le dijo-, nunca dejarás este castillo y tu habitación será una celda.
Horan y su padre regresaron por la senda hacia la casa del duende. Por el camino, Horan le contó toda la historia y cómo había llegado hasta él. Misteriosamente, cuando alcanzaron el claro donde estaba la cabaña, Horan y su padre descubrieron que ni había cabaña ni había duende. Tan solo había un claro vacío. Ni siquiera estaba ya el árbol de donde había cogido el fruto. Horan y su padre regresaron de nuevo hasta reunirse con su madre. Allí, ambos le contaron que le habían acogido desde niño, pues le habían encontrado siendo él un bebé en el bosque. También le confesaron que no se lo habían dicho porque, según la tradición, un alicentauro solo podría desplegar sus alas por si mismo.
Comprendió de nuevo por qué el duende no le había revelado su verdadera naturaleza. Desde entonces, ningún muchacho volvió a meterse con él, y menos aún le dijo nada sobre su padre. Lo único que nunca supo Horan es lo que pasó con el duende y que esa misma noche, cuando reinaba por fin la tranquilidad en el castillo, el señor R. se había acercado sigiloso, invisible, hasta llegar allí, donde él había enterrado la semilla. El duende se había arrodillado y con sus manitas había desenterrado la semilla, que había engordado tanto como una judía gracias a la magia del mago. Después, lanzando su risilla nerviosa se la había tragado.
-Aquí es donde va la magia -había dicho sintiéndose aún más poderoso-. ¡Eres un genio, señor Rumpelstiltskin!
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