La ratita gris- Teresa Clavel Lledó



Erase una vez una ratita gris que vivía en un campo de trigo y que tenía muchas ganas de ver mundo. Así que se puso a corretear de aquí para allá, metiendo su hocico puntiagudo bajo los montones de piedras y todos los matorrales, y mirando por doquier con sus ojillos negros y brillantes.
De pronto vio entre unas hojas secas una cosa redonda, marrón y lisa. Era una gran avellana, tan fina y brillante que a la ratita le entraron ganas de llevársela a casa y alargó una patita para cogerla, pero la avellana salió rodando.

Ratoncita, que así se llamaba la ratita, echó  a correr tras ella, pero la avellana rodaba muy deprisa y, al llegar a un gran árbol, se coló bajo sus gruesas raíces. Ratoncita metió el hocico debajo de la raíz y vio un agujero redondo con unos escalones muy, muy pequeños, que descendían bajo la tierra.
La avellana caía escaleras abajo: tac, tac, tac. Ratoncita bajó también la escalera. Tac, tac, tac, seguía cayendo la avellana y, tras ella, seguía bajando Ratoncita.
La avellana llegó hasta una puertecita, que se abrió de inmediato para dejarla pasar. Ratoncita se apresuró a empujar la puerta, que, tras entrar, se cerró a su espalda.

Ratoncita se encontró en una pequeña habitación, frente a un extraño hombrecillo que llevaba un gorro rojo, un traje rojo y unos zapatos largos y puntiagudos, también rojos.
-Eres mi prisionera –le dijo a la ratita.
-¿Y eso por qué? –preguntó ella, muy asustada.
-Porque has intentado robarme mi preciosa avellana.
-Yo no la he robado –dijo Ratoncita-. La he encontrado en el campo y ahora es mía.
-No, es mía –dijo el hombrecillo rojo-, y tú jamás la tendrás.
Ratoncita miró por todas partes, pero no vio la avellana. Entonces quiso volver a su casa, pero la puerta estaba cerrada, y el hombrecillo rojo tenía la llave.

-Serás mi criada –le dijo a la pobre Ratoncita-. Me harás la cama, barrerás la casa y me prepararás la sopa.
El hombrecillo se echó  a reír y añadió:
-Y si trabajas bien, a lo mejor te doy la avellana en recompensa.
Así fue como Ratoncita se convirtió en la criada del hombrecillo rojo.
Todos los días le hacía la cama, barría la habitación y le preparaba la sopa. Y todos los días, el hombrecillo salía por la puerta y no regresaba hasta la noche, aunque nunca se olvidaba de cerrar la puerta y de llevarse la llave.

Y cuando Ratoncita le reclamaba la recompensa, el contestaba riendo:
-¡Más adelante! ¡Más adelante! Aún no has trabajado bastante.
Eso duró mucho, mucho tiempo.

Por fin, un día que el hombrecillo rojo tenía mucha prisa, sólo dio media vuelta a la llave, y claro, la puerta no quedó cerrada. Ratoncita se dio cuenta enseguida, pero no quería irse sin su recompensa y buscó por todas partes la avellana.

Abrió todos los cajones y miró en todos los estantes, pero no la encontró por ninguna parte.
Al final abrió una puertecita que había en la chimenea y allí estaba la avellana, en una especie de armario diminuto.
Ratoncita la cogió y escapó: empujó la puerta, subió  a toda prisa la escalera, pasó a toda prisa a través del agujero y se dirigió corriendo a su casa, sin detenerse.

Todo el mundo se alegró mucho de verla, pues creían que había muerto. Y cuando dejó caer la avellana sobre la mesa, ésta se abrió por la mitad, con un suave clic, como si fuera una caja. ¿Y qué creéis que había dentro? Pues un pequeñísimo collar de piedras preciosas, que era una verdadera maravilla y justo del tamaño adecuado para una ratita.

Ratoncita lo llevaba a menudo, y cuando no se lo ponía, lo guardaba dentro de la avellana. Y el malvado hombrecillo rojo no pudo encontrar jamás a Ratoncita, pues no sabía dónde vivía.



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