Los conejitos traviesos –Judy Hindley


Érase una vez tres conejitos que vivían con su mamá en una acogedora madriguera. Cuando tenían hambre, su mamá los llevaba al prado a comer hierba. También les enseñaba juegos, y uno de sus favoritos era subir a lo alto de la colina y bajar rodando como una pelota. A la hora de ir a dormir, los arropaba en sus pequeños agujeros, donde se sentían protegidos y felices.

En el interior de la madriguera, cada conejo tenía su propio espacio para dormir. Eran unos hoyos muy confortables y a los conejos les gustaba acurrucarse en ellos y escuchar las dulces canciones de cina que su mamá les cantaba mientras barría y ordenaba la casa. 

Un día la mamá dijo:
-¡Vaya! ¡Cada día estáis creciendo más! Pronto ya no cabréis en vuestros hoyos para dormir. Tenemos que excavar en la tierra para hacerlos más grandes. ¡Venid a ayudarme los tres!
-¡No, no, no!- gritaron los conejitos-. ¡Ven arriba a jugar con nosotros al sol!
-Primero, vamos a trabajar- dijo su mamá-. Si me ayudáis, podré ir con vosotros y os enseñaré muchos juegos divertidos. Además, buscaremos cosas deliciosas para comer. ¡Pero antes tenéis que ayudarme a hacer la tarea!

Pero los traviesos conejitos no quisieron escuchar.
-¡No, no, no!- gritaron, y corrieron hacia la salida de la madriguera para ir al prado.
Hasta aquel día, nunca habían estado fuera de casa sin su mamá. Y ahora, por primera vez, se encontraban en el gran prado soleado sin saber qué hacer ni nadie con quien jugar.

-No sé qué hacer –dijo el primer conejito-. Me gustaría tener a alguien con quien jugar.
En aquel momento, una aradilla salió del bosque que había en un extremo del prado.
-Venid a jugar conmigo – les llamó la aradilla-. Conozco un montón de juegos. Seguidme y haced lo mismo que yo hago.

Y así lo hicieron.
La ardilla corrió y saltó por encima de una piedra, y los conejitos la imitaron. La ardilla corrió y saltó por encima del tronco de un árbol caído, y los conejitos la imitaron.
La ardilla corrió y se encaramó a lo alto de un árbol tan rápida como un relámpago.

-¡Oh, no! –gritaron los conejitos.
-¡Ja, ja, ja! ¡Os pillé! –exclamó la ardilla, riéndose y burlándose de los conejitos que se habían quedado junto al árbol.
Entonces, empezó a tirarle bellotas a las cabezas.

-¡Ay, ay, ay! –chillaban los conejitos que se alejaron corriendo.
Cuando se detuvieron, los conejitos se dieron cuenta de que estaban en la falda de la colina, cerca de un río.
-¡Oh, tengo hambre! –dijo el segundo conejo-. Me gustaría encontrar algo para comer.
En aquel momento, salió una rana del río.
-Venid a comer conmigo –les dijo-. Tengo un montón de comida. Sólo tenéis que hacer lo mismo que yo hago.

Los tres conejos se acercaron a ella.
-Sentaos y permaneced quietos- dijo la rana. Y eso es lo que hicieron.
-Ahora, cerrad los ojos –añadió la rana. Y eso es lo que hicieron.
-Sacad la lengua –siguió diciendo la rana, y a continuación se oyó: ¡ñam! La rana se había tragado una enorme mosca.
-¡Aj, aj, aj! –exclamaron de asco los conejos.

Tras toser con fuerza, escupieron la mosca que ellos también se habían tragado. Se sentían mareados y aturdidos.
-Estoy muy cansado- dijo el tercer conejito-. Me gustaría hacer una buena siesta.
Una nube tapó el sol y de pronto oscureció. Hacía frío y empezó a llover.
¡Ploc, ploc! caían las gotas de lluvia.
-¡Ayuda! –gritaron los conejitos.
En aquel momento oyeron una vocecita que provenía del suelo.

Era un caracol.
-Tenéis que hacer lo mismo que yo hago- les dijo-.
Voy a guarecerme en el interior de mi concha.
-¿Podemos ir contigo?- preguntaron los conejitos.
-No- dijo el caracol-. Sólo hay espacio para mí.
-Y se metió dentro de su caparazón.

Los tres conejitos corrieron a su casa. Corrieron y corrieron sin parar a través de la oscuridad y la lluvia, hasta que estuvieron de nuevo a salvo en su madriguera.
Y allí estaba su amable y cálida mamá esperándolos.

-¡Perdona, perdona, perdona! –exclamaron los tres conejitos-. ¿Nos dejas que te ayudemos?
Pero su mamá dijo:
-Hijos míos, crecéis mucho y cada vez sois más mayores.
Dentro de poco tiempo, tendréis mucho trabajo que hacer.
Ahora, limpiaros las orejas y a cenar.
Los hambrientos y cansados conejitos se limpiaron las orejas, royeron la comida que su mamá les había preparado y después cada uno se acurrucó en su hoyo para dormir.
¿Sabéis qué? Alguien había hecho un poco más grande cada agujero.
¿Podéis adivinar quién?



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