Orfeo y Eurídice –Juan Kruz Igerabide
Orfeo era hijo de Apolo, el dios de la música. Ya desde niño, fue un
gran poeta y músico. Apolo le regaló un arpa-lira, y las musas le dieron clases
de música.
Con la música de Orfeo, las fieras de la selva se calmaban y lo seguían.
Y no sólo las fieras, sino que hasta las piedras y los árboles tras él. En su
juventud, se enamoró de la dulce Eurídice y se casaron.
Eurídice vivió feliz y encantada con su melodioso marido, hasta que,
cierto día, paseando por el bosque, la sorprendió un gigante.
-Ven conmigo, dulce ninfa -quiso raptarla el gigante.
Eurídice echó a correr como una gacela asustada. El gigante la persiguió.
En su ciega huída, Eurídice perdió las sandalias y pisó una víbora, que
la picó en el talón. Eurídice cayó al suelo, gimiendo.
El gigante, al verla malherida, se dio la vuelta cobardemente, y se
marchó avergonzado.
Eurídice se puso en pie a duras penas y se arrastró hasta el extremo del
bosque. Ahí estaba su casa; las piernas le flaqueaban. De una ventana de la
casa, llegó la embriagadora música del arpa-lira de Orfeo. Eurídice cayó de
rodillas, su pecho aplastó la hierba, sus labios besaron las piedras del suelo.
La música se alejó y junto con la música se desvaneció el último aliento de
Eurídice.
¡Qué llanto el de Orfeo cuando un pastor le trajo el cuerpo de su amada!
Se calzó sus sandalias y corrió en busca del alma de Eurídice. Conocía
una cueva por la que accedió al infierno.
Bajó decidido a las hondas simas, con su arpa-lira bajo el brazo. Llegó
al río Estigia, que cierra el paso del infierno, y se encontró con el barquero
Caronte, el que transporta las almas de los muertos.
-Pásame al otro lado -le pidió Orfeo -. Quiero entrar.
Caronte no se dio por enterado. Entonces, Orfeo tocó su arpa y entonó
una triste canción. Con ella embrujó a Caronte, que lo transportó al otro lado,
en medio de una densa niebla.
Ante la puerta del Tártaro se topó con un rabioso perro, el Can Cerbero.
Lo calmó también con su música y siguió adelante.
Una vez en el centro del Tártaro, se presentó ante Hades, rey de los
infiernos. No le pidió nada; solo se limitó a tocar su arpa y a cantar su triste canción.
-Llévatela -le concedió Hades, conmovido -. Pero con una condición: no
tenéis que volver la cabea hasta que ambos salgáis a la superficie de la tierra
y veáis la luz del sol.
Orfeo asió de la mano a Eurídice y se la llevó consigo. El jadeo de su
agotada mujer le preocupaba y estuvo tentado de volverse y auparla en brazos,
por miedo a que ella desfalleciese y no tuviera fuerzas para abandonar el
infierno. Pero no podía mirar atrás.
-No te rindas, amor mío; sigue, sigue -la animaba con voz melodiosa.
Pero Eurídice no podía más y cayó. Orfeo se volvió e intentó ayudarla.
Aún no había salido a la luz.
-Orfeo, te quie...
Pero el cuerpo de Eurídice se escurrió entre las manos de Orfeo y se
hundió en las tinieblas del Tártaro.
Orfeo, desesperado, corrió tras ella. Se encontró con el barquero
Caronte, aunque el oñido de este era de piedra para la música de Orfeo.
El enamorado se arrojó al agua, pero su cuerpo rebotaba y era rechazado
una y otra vez. A lo lejos, aullaba, amenazador, el Can Cerbero.
Orfeo volvió tras sus pasos, cabizbajo, hasta el mundo de los vivos. No
había segunda oportunidad. En adelante, su música y sus cantos serían los más
tristes de la Tierra.
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