El escarabajo –Hans Christian Andersen
Al caballo
del Emperador le ponían las herraduras de oro, tenía una herradura de oro en
cada pata.
¿A qué se
debía esto?
Era un
magnifico animal, de finas patas, ojos brillantes e inteligentes y una mata de
crin que flotaba como un velo a lo largo del cuello. Había llevado a su amor
entre el humo de los cañones y la lluvia de balas que silbaban a su paso.
Había dado
mordiscos y patadas; había participado en la batalla cuando los enemigos
avanzaban, brincando por encima de la derribada cabalgadura del peor
adversario, salvando así la imperial corona y la vida del mismo Emperador, y
esto valía más que todas las riquezas. Por eso el caballo del Emperador llevaba
las herraduras de oro. Y he aquí que un escarabajo se adelantó diciendo:
-Después de
los grandes vienen los pequeños, que la corpulencia nada significa.
Y, sin más,
levantó sus secas patitas.
-¿Qué buscas
tú aquí? –preguntó el herrador.
-Unas
herraduras de oro –replicó el escarabajo.
-¡Tú estás
loco! -gritó el herrador-. ¿También
quieres calzado de oro?
-Exactamente,
herraduras de oro –dijo el escarabajo-. ¿Acaso no valgo tanto como éste, a
quien han de servir, cepillar y ponerle delante la comida y bebida para que
luzca? ¿no pertenezco como él a los establos imperiales?
-¡No seas
insensato! ¿No comprendes por qué hemos herrado con oro a ese caballo?
–preguntó el herrador.
-¿Qué si
comprendo? Sí, comprendo que es un insulto personal que se me hace –replicó el
escarabajo-. No soporto semejantes humillaciones, y, por lo tanto, me marcho a
correr mundo.
-¡Buen
viaje! –dijo el herrador.
-¡Descarado!
–exclamó el escarabajo.
Y
desplegando las alas salió del establo, yendo a parar, tras corta volada, a un
hermoso jardín perfumado de rosas y lavandas.
-¿No te
parece un lugar delicioso? –preguntó una pajarita que revoloteaba por allí
luciendo broqueles de sus alitas rojas, salpicadas de motas negras-. ¡Qué bien
huele y qué bonito es!
-Estoy
acostumbrado a mejores cosas –dijo el escarabajo-. ¿A eso llamas delicioso?
¡Pero si no hay un triste estercolero!
Y se alejó a
la sombra de una mata de alhelíes por la que subía una oruga.
¡Qué hermoso
es el mundo! –decía la oruga. ¡El sol calienta y todo sonríe de felicidad! Y el
día que me duerma y muera, como dicen, me despertaré convertida en una
mariposa.
-¡No te
hagas ilusiones! –dijo el escarabajo. ¡Tú volar como una mariposa! Vengo del
Establo del Emperador y puedo decirte que ni aun al caballo favorito de Su
Majestad que ahora lleva calzado de oro que yo tengo, se le ha ocurrido tal
quimera. ¡Tener alas! ¡Volar! ¡Ahora sabrás qué es eso de volar!
Y,
desplegando las alas, se alejó por el aire murmurando:
-No quiero
insultos y no hallo otra cosa.
Al poco
tiempo cayó en un prado y se hizo el dormido, pero el sueño acabó por vencerle en
su inmovilidad.
De pronto
empezó a llover copiosamente y el ruido del agua lo despertó.
Quiso
guarecerse bajo tierra, pero no pudo, porque lo arrastraba el agua y tuvo que
nadar boca abajo y, luego, de espalda, pues no había ni que pensar en volar, y
gracias que pudiese salir con vida. Decidió, pues, estarse quieto y resignarse
a su suerte, y cuando la lluvia cesó y el, a fuerza de pestañear, logró
quitarse el agua de los ojos, vio brillar un objeto muy blanco: una camisa
puesta a secar sobre la hierba. Se dirigió allí, refugiándose en uno de sus
pliegues. No se estaba tan caliente como entre el estiércol del establo,
cierto, pero no había otra cosa mejor, y allí se quedó el día y toda la noche,
mientras caían a intervalos los chubascos.
Al amanecer,
salió echando pestes contra semejante clima.
Sobre el
blanco lienzo descansaban dos ranas en cuyos ojos brillaba la alegría.
-¡Qué tiempo
tan magnífico! –decía la una-. ¡Qué fresquito! Y en esta camisa se recoge el
agua que es un gusto. Mis patas se me van, con deseos de nadar.
-Me gustaría
saber –dijo la otra- si la golondrina, que vuela tanto, encuentra en sus viajes
otro clima mejor que el nuestro. ¡Qué apacible y qué húmedo! Me encuentro tan a
gusto como en una charca. Quien no está contento en esta tierra es que no tiene
patriotismo.
-¡Bien se ve
que no habéis estado en las cuadras del Emperador! –intervino el escarabajo-.
Allí la humedad es tibia y olorosa, ¡el mejor clima para mí! ¡Lástima que no se
lo pueda llevar uno cuando va de viaje! ¿No hay en este jardín un estercolero
donde la gente de alto rango como yo pueda fijar su residencia y vivir a sus
anchas?
Las ranas no
lo entendieron o no quisieron entenderlo.
-¡Nunca me
gusta repetir las cosas! –exclamó el escarabajo cuando hubo preguntado lo mismo
por tercera vez, obteniendo la callada respuesta.
Se alejó de
allí y paso junto a un tiesto hecho de una vasija rota, que no estaba en su
lugar correspondiente, pero que, tal como había quedado, ofrecía un buen
alojamiento resguardado del viento y de la lluvia. La habitaban varias familias
tijeretas que vivían pobres pero alegres. Las hembras eran un modelo de ternura
maternal, y cada madre ensalzaba a su hijo reputándolo el más hermoso e
inteligente.
-Nuestro
pequeño tiene novia y pronto se casará –decía la madre-. ¡Santa inocencia! No
tiene otra ambición que meterse algún día en la oreja de algún personaje. ¡Es
tan amable y simpático! Y el matrimonio le hará sentar de juicio. ¡Qué gozo
para una madre!
-Pues el
nuestro –decía otra madre-, apenas ha salido del huevo y le ha dado por viajar.
Es la misma viveza y agilidad, y ya sabe retorcer las antenas. ¡Qué gozo para
una madre! ¿No es verdad, señor Escarabajo?
Lo habían
conocido por el corte de sus alas.
-¡Tenéis
razón las dos! –dijo el escarabajo.
Entonces lo invitaron a entrar y a que pasease
cuando le viniese en gana bajo el tiesto vasija rota.
-Mire mis
hijos –gritaban otras madres-. ¿Ha visto usted criaturas más buenas y
divertidas? Nunca se muestran desobedientes, a no ser que tengan alguna pena,
lo que, por desgracia, es muy frecuente a su edad.
Por el
estilo hablaba cada madre de su hijo. Los pequeños se fueron acercando sin
meterse a la conversación, y, con las pinzas que tienen en la cola, tiraban al
escarabajo de la barba.
-¡Siempre
han de hacer diabluras estos picaruelos! –reprendieron las madres con voz que
más parecía una caricia alentadora.
Pero el
escarabajo se ofendió y preguntó si estaba muy lejos el estercolero.
-Está Dios
sabe dónde, al otro lado de la zanja –contestó una tijereta-. Confío en que
ninguno de mis hijos irá tan lejos. Sería mi muerte.
-A mi no me
asustan las distancias –dijo el escarabajo.
Y se marchó
sin despedirse, por considerar ésta la manera más cortés. Junto a la zanja
halló varios compadres: todos escarabajos.
-¡Aquí vivimos!
–le dijeron-. Y lo pasamos tan ricamente. ¿Quieres venir a darte unos
revolcones en el blando cieno? Sin duda te ha fatigado mucho el camino. ¡Tienes
cara de cansado!
-Mucho –dijo
el escarabajo-. Me ha cogido la lluvia y he tenido que refugiarme en una
camisa, y la limpieza estraga mi salud. Además, me duele un ala desde que
estuve al fresco bajo un tiesto de vasija. Pero, vaya, es un consuelo volver a
encontrarme entre mis semejantes.
-¿Eres,
acaso, del montón de estiércol? –preguntó el más viejo.
-¡No!
¡Procedo de un lugar más distinguido! –replicó el escarabajo-.
Vengo del
establo del Emperador, donde nací con calzado de oro. Viajo con una misión
secreta, pero no me preguntéis nada sobre el particular, porque no os podría
revelar el secreto.
Y diciendo
esto, bajó a reunirse con ellos en el cieno. Había en la reunión tres
jovencitas que retenían la risa por no saber qué decir.
-Las tres
están solteras y sin compromiso –dijo la madre.
Y a las
doncellas se les escapó la risa, esta vez por vergüenza.
-En los
establos imperiales no he visto grandes bellezas –dijo el escarabajo tomando
asiento.
-No lisonjee
usted a mis hijas por halagarme –advirtió la madre-. Y no les dirija la palabra
si no es con serios propósitos.
Aunque
acerca de eso no tengo la menor duda y os doy mi bendición.
-¡Bravo!
–gritaron los otros escarabajos.
Y nuestro
escarabajo por fin fue aceptado por novio, y a los esponsales siguió
inmediatamente la boda, pues no había razón para diferirla.
El día
siguiente se pasó en plena luna de miel; el segundo, casi en nada cedió al
primero, más al tercer día había que pensar en ganarse la vida para la mujer y
tal vez para los hijos.
Y el
escarabajo pensó:
“Me he
dejado engañar por esta gente y no tengo más remedio que engañarla a mi vez.”
Y dicho y
hecho. Se largó y no volvió en todo el día ni en toda la noche. Su mujer quedó
sola y abandonada como una viuda.
-¡Buena la
hicimos! –dijeron los otros escarabajos-. Ese sujeto a quien recibimos en
familia nos ha resultado un granuja de siete suelas, se ha marchado y nos ha
dejado a su mujer como una carga más para nosotros.
-¡Paciencia!
–dijo la madre-. Pasará como soltera y vivirá con nosotros, que no por eso deja
de ser hija mía. ¡Maldito el villano que la abandonó!
Entre tanto,
el escarabajo prosiguió su viaje, embarcándose en una hoja de col llevada por
la corriente de una acequia. Dos caballeros que por allí pasaban lo cogieron al
vuelo y estuvieron dando vueltas y más vueltas, mientras hablaban con mucha
ciencia, especialmente el más joven.
-Alá ve el
escarabajo negro en la piedra y en la roca negra. ¿No dice eso el Corán?
Y luego
pronunció en latín el nombre del escarabajo y habló largamente de sus especies
y costumbres. El otro, que era un estudiante, propuso llevárselo a casa, pero
su compañero dijo que tenía ejemplares de la misma especie tan buenos como
aquél, y como al escarabajo le pareció una grosera impertinencia se escapó
volando de la mano del que la profería. Con las alas bien secas, pudo volar
bastante lejos, yendo a sepultarse en el montón de abono fresco que vio en un
ángulo. ¡Qué bien se está aquí!, pensó.
Pronto se
quedó dormido, y soñó que el caballo favorito del Emperador caía enfermo y
antes de morir le nombraba heredero de sus herraduras de oro, con el mandato de
que le hiciesen un par a la medida. Esto ya era razonable.
Al
despertar, salió a dar un vistazo. Aquella casa de cristal era magnífica. A los
lados había grandes palmeras formando una bóveda por la que se transparentaba
el sol y bajo la cual un macizo de tiernas plantas lucía sus variadas flores,
rojas como el fuego, amarillas como el ámbar y blancas como la nieve.
-Estas
plantas son de una magnificencia incomparable –dijo el escarabajo-. ¡Qué ricas
serán cuando se pudran! ¡Verdaderamente he dado con una buena despensa! Sin
duda vivirán aquí parientes míos. Voy a dar una vuelta a ver si encuentro a
alguien con quien asociarme. Estoy satisfecho de mí mismo.
-Y empezó a
pasearse por el invernáculo, pensando en la muerte del caballo y en las
herraduras de oro que acababa de heredar.
De pronto,
una mano se le echó encima, lo cogió y le dio vueltas.
El hijo del
jardinero y una niña que con él jugaba vieron al escarabajo y decidieron
divertirse con él. Después de devolverle en una hoja, el muchacho se lo metió
en el bolsillo del pantalón. Es escarabajo se movía y arañaba para librarse de
aquel encierro, pero un manotazo le enseñó a estarse quieto.
Los
muchachos corrieron al estanque, cogieron un zueco roto y tirado en la orilla,
le pudieron un palo a guisa de mástil, sujetaron el escarabajo con un hilo,
para que hiciese de marinero, y echaron el zueco al agua.
El estanque
no era muy grande, más al escarabajo le pareció un océano, y tuvo tanto miedo
que se cayó de espaldas. El barquichuelo se apartaba de la orilla, impelido por
el viento; pero el muchacho se arremangó los calzones y fue a cogerlo para
impulsarlo con más fuerza y hacerlo navegar a toda vela.
En el
momento de estar el zueco más alejado, una voz imperiosa llamó a los chiquillos
y el escarabajo quedó abandonado a su suerte. La embarcación se alejaba cada
vez más de la orilla, acercándose más a alta mar, y era una perspectiva
horrorosa la que se ofrecía al escarabajo en la imposibilidad de escaparse por
estar al atado al mástil.
Una mosca se
detuvo a visitarlo:
-¡Qué buen
tiempo hace! –le dijo -. ¿Me permites acompañarte un rato, meciéndome al sol?
¡Qué felicidad la tuya!
-¡Hablas de
lo que no entiendes! ¿No ves, necia, que estoy atado?
-Pero yo, no
–dijo la mosca emprendiendo el vuelo.
-Ahora
empiezo a conocer el mundo –dijo el escarabajo-. ¡Qué calamidad de mundo! Yo
soy la única persona decente. Empiezan por negarme el calzado de oro, luego se
me obliga a refugiarme en una camisa limpia y bajo un tiesto, y, para el colmo
de males, me cargan con una mujer.
Por fin,
cuando tengo la suerte de dar un buen paseo y descubro lugares donde se puede
vivir con toda la comodidad, viene un muchacho, me ata y me deja a merced de
las olas enfurecidas, mientras el caballo del Emperador hace cabriolas con sus
herraduras de oro. ¡Eso es lo que duele más! Nada bueno puede esperarse de un
mundo así. No hay duda de que mi carrera es brillantísima, pero, ¿de qué sirve,
si nadie la conoce? El mundo no merece que le cuente mi interesante historia,
pues se negaron a ponerme zapatos de oro en el establo del Emperador cuando el
imperial caballo fue herrado y yo alargué mis piernas.
Si me
hubieran calzado de oro, el establo tendría en mí su gloria y ornamento.
Ahora, el
establo me ha perdido y el mundo no me tendrá. ¡Todo ha terminado!
Pero no todo
había terminado. Una barca llena de señoritas se acercó remando.
-Mirad ese
zueco que flota como una barca –dijo una de ellas.
-¡Va un
animalito dentro, atado con un hilo! –exclamó otra.
Acabaron de
acercarse y la más joven cogió el ligero barquichuelo. Y otra que llevaba unas
tijeras en el bolso cortó el hilo sin lastimar la pata del escarabajo, y cuando
saltó a la orilla lo dejó sobre la hierba.
-Trepa,
trepa; vuela, vuela –cantó-; abre ya tus alas, que la libertad te espera.
El
escarabajo voló, voló, y, en su vuelo, pasó por la ventana de un gran edificio
para ir a caer, extenuado de fatiga, sobre la fina y blanda mata de crin del
caballo del Emperador, en el mismo establo en que siempre habían vivido ambos.
El
escarabajo se agarró a la crin y descansó un momento para recobrarse.
-Heme aquí
montado en el caballo favorito del Emperador, y a fe que me tengo en él tan
bien como su amo. Pero…¿qué iba a decir? ¡Ah, sí! Ya recuerdo. Es una gran idea
y muy puesta en razón. ¿Sabes por qué hemos herrado de oro el caballo del
Emperador? Eso es lo que me preguntó el herrador.
La
contestación es ahora bien clara para mí. ¡El caballo luce herraduras de oro
para que yo lo monte!
El
escarabajo estaba henchido de satisfacción.
-El viajar
desarrolla la inteligencia –dijo.
Los rayos
del sol penetraron en el establo y bañaron de luz al escarabajo, que todo lo
vio de un color de gozosa bienandanza.
-A pesar de
todo, el mundo no es tan malo como parece –dijo-; pero hay que saber cómo
tomarse las cosas.
Sí, el mundo
era hermoso porque el caballo del Emperador le habían puesto herraduras de oro
sólo para que el escarabajo pudiera montarlo.
-Ahora iré a
ver a mis compañeros y les diré todo lo que por mí se ha hecho. Les contaré las
desagradables aventuras que me han ocurrido viajando por el extranjero, y
prometeré permanecer aquí hasta que el caballo se le estropeen las herraduras
de oro.
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