Lo que hace mi marido bien hecho está –Hans Christian Andersen
Voy a
contaros un cuento que oí cuando yo era niño. Cada vez que lo recuerdo me gusta más, pues a los
cuentos les pasa lo que a algunas personas, que cuantos más años tienen,
mejores son, lo cual no deja de ser una suerte.
Alguna vez
habréis estado en el campo, supongo, y habréis visto una vieja casita con
tejado de paja cubierto de musgo y de juncos.
En lo alto del tejado hay un nido de cigüeñas, pues sin la cigüeña no
tendría gracia. Tiene las paredes abombadas, las ventanas pequeñas, y hasta hay
una que se abre. El horno sobresale de la pared como la barriguita de un niño.
Un sauco
crece al lado de la cerca, y a dos pasos de la puerta hay una charca en la que
chapotean una pata y sus patitos, bajo un viejo sauce rugoso.
No falta en
el patio un perro guardián que ladra a todos los que pasan.
Pues bien, en
una humilde casita como esta vivía una pareja de abuelos: un labrador y su
mujer. Aunque tenían tan poco, aún podían prescindir de una de sus propiedades:
un caballo que los ayudaba a vivir, aunque él tenía que hacerlo de la hierba
que crecía al margen del camino.
El campesino
iba con él a la ciudad y con frecuencia se lo prestaba a los vecinos para lo
mismo, a cambio de algún favor. Pero empezaron a pensar en vender el caballo o
cambiarlo por algo que les reportase mayor utilidad. Pero, ¿qué sería?
-Tú lo
sabrás mejor que yo –dijo la mujer-. Hoy es día de feria; vete a la ciudad y
véndelo o cámbialo por otra cosa que te parezca mejor. Lo que tú hagas, bien
hecho está. Anda a la feria.
La viejecita
le ató el pañuelo alrededor del cuello, que ella sabía hacerlo mejor que él, le
sacudió el ala del sombrero, pasándole muchas veces la palma de la mano, y le
dio un beso. El hombre se alejó montando el caballo que iba a vender o a
cambiar por alguna otra cosa. Él ya sabía lo que se hacía.
El sol
quemaba y el cielo estaba limpio de nubes. En la carretera había mucho polvo,
porque un gran gentío se dirigía a la feria, en carro, a caballo o a pie. Ni
por milagro se encontraba una sombra para resguardarse de aquel sol abrasador.
Entre los
feriantes de a pie iba un hombre que llevaba al mercado una vaca. Era un
precioso ejemplar.
“Estoy
seguro de que dará buena leche –pensó el campesino-. Sería un buen negocio
cambiar el caballo por la vaca.”
-¡Oiga,
usted, el de la vaca! –gritó-. Quisiera decirle una cosa. Me parece que un
caballo vale más que una vaca, pero no importa; a mí me sería más útil una
vaca. Si usted quiere, cambiamos.
-Con mucho
gusto –contestó el de la vaca.
Y cambiaron.
Pronto estuvo arreglado. El campesino podía regresar a casa, pues ya había
hecho un cambio, pero, como tenía el propósito de ir a la feria, se acercaría a
ver si había animación.
Y allá se
fue con la vaca.
Conduciendo
a su vaca iba a buen paso y pronto alcanzó a un hombre que llevaba una
oveja. Era una oveja hermosa, gorda y
cubierta de fina lana.
“Me gustaría
tenerla –pensó el campesino-. En el cercado de casa encontraría buen pasto, y
en el invierno la podríamos tener dentro. Quizá sería más práctico tener una
oveja que una vaca.”
-¿Quiere
cambiar, buen hombre?
El amo de la
oveja no se hizo de rogar, y el cambio fue cosa de un momento. Nuestro hombre
siguió andando por la carretera, dueño de la oveja.
Pronto se
juntó a otro campesino que llegaba a la carretera por un camino vecinal,
cargado con una enorme oca.
“¡Qué oca
tan pesada lleva! Mucha pluma y mucha grasa. No estaría mal atada por la pata
junto a la charca de casa. La mujer sabría qué hacer con las sobras. Cuantas
veces me ha dicho: “¡Si tuviésemos una oca!” Pues ahora podría tener una, y si
es posible esta misma.
-¿Cambiamos?
–le propuso el campesino-. Yo le doy mi oveja y usted me da su oca, y aún le
quedaré agradecido.
El otro nada
tuvo que oponer; cambiaron, y nuestro amigo se quedó con la oca.
Con todo
esto, ya estaba muy cerca de la ciudad. La gente iba llegando de todas partes y
todo eran empujones y apreturas de personas y animales.
Al pasar las primeras tapias y llegar a la
garita del que cobraba los impuestos, hasta se metieron en su cercado y en el
campo de patatas, donde picoteaba su única gallina con la pata atada a una
cuerda. El animal, asustado de ver tanta gente, huyó. Tenía muy cortas las alas
y la cosa, y miraba como quien guiña un ojo.
“¡Cloc,
cloc!” decía. ¿Qué quería significar? No lo sé; pero en cuanto nuestro hombre
la vio, pensó: “¡En mi vida he visto una gallina tan hermosa! Vale más que la
clueca del párroco. Palabra de honor que me gustaría tenerla. Una gallina
siempre encuentra algún grano y no cuesta nada alimentarla. Me parece que
saldría ganando si cambiase la oca por la gallina.”
-¿Qué?.
¿cambiamos? –le dijo al portalero.
-¡Cambiemos!
–le contestó este-. No está mal.
Cambiaron, y
el portalero se quedó con la oca y el labrador con la gallina.
Con tanto
negociar en el camino, el viejecito llegó a la ciudad sudando y cansado. Se
imponía, pues, un traguito de aguardiente y algún bocado. Se detuvo a la puerta
de la posada, y, cuando iba a entrar, salió el posadero cargado con un saco.
-¿Qué lleva
en ese saco? –le preguntó el campesino.
-Manzanas
podridas –contestó el hostalero-. Un saco lleno…Comida para los cerdos.
-¡Lástima de
despilfarro! ¡Si mi mujer lo viera! El año pasado, el manzano que tenemos en el
huerto no dio más que una manzana y la guardamos en el armario hasta que se
pudrió por completo. “Ya ha dado su fragancia”, dijo mi mujer, y tuvo que
tirarla. Pero si pudiera ver tantas…un saco lleno…Me gustaría llevárselo para
que lo viera.
-¿Y qué me
daría por este saco? –preguntó el hostalero.
-¿Qué le
daría? Mi gallina.
Le dio la
gallina y se quedó con el saco de manzanas, que dejó arrimado a la estufa de la
posada mientras él se sentaba para beber. La estufa estaba ardiendo y él no se
fijó en esto. Había en la sala muchos forasteros: chalanes, ganaderos,
comerciantes, y también había os ingleses; dos ingleses con las carteras llenas
a reventar de billetes de Banco y que estaban haciendo apuestas, como es de
suponer.
“¡Chiss”!¡Chiss!”
¿Qué siseaba en la estufa? ¡Que las manzanas se estaban asando!
-¿Qué es
esto?
-Pues… verán
–dijo el campesino, y contó la historia del caballo que había cambiado por una
vaca y todo lo demás, hasta llegar a las manzanas.
-¡Ya le
arreglará su mujer cuando legue a casa!
–le dijeron los ingleses-. ¡Ya se puede preparar!
-¿Ella a mí?
¡Qué me va a decir? –replicó el campesino-. Me dará un beso y dirá: “Lo que
hace mi marido, bien hecho está.”
-¿Qué se
apuesta? –dijeron los ingleses-. Nos jugamos ese tonel lleno de oro.
-Con una
fanega basta –dijo el campesino-, yo sólo puedo apostar con esto, una fanega de
manzanas, y aún nos incluiremos mi mujer y yo en la apuesta, y así estará la
medida bien colmada.
-Hecho.
Y así quedó
concertada la apuesta. Sacaron el carro del hostelero y subieron en él los
ingleses y el campesino después de cargar el saco de manzanas podridas. Pronto
llegaron a la vieja casita.
-¡Buenas
tardes, mujer!
-¡Buenas
tardes, marido!
-¡Ya he
hecho el cambio!
-Sí, ¡ya
sabes lo que te haces! –dijo la mujer abrazándole, sin hacer caso de los
forasteros ni fijarse en el saco.
-Cambié el
caballo por una vaca.
-¡Bendito
sea dios! ¡Qué leche tan rica beberemos y qué manteca y qué queso pondremos en
la mesa! ¡Ha sido un acierto!
-Sí, pero
después cambié la vaca por una oveja.
-¡Mucho
mejor! –dijo la mujer-. Piensas en todo. Tenemos hierba suficiente para la
oveja, no nos faltarán leche ni quesos, y además tendremos medias y camisas de
lana. Esto no nos lo daría la vaca y su pelo de nada serviría. ¡Cómo piensas en
todo!
-Sí, pero
¡después cambié la oveja por la oca!
-Pues mira,
este año comeremos oca asada, querido. Siempre has de pensar en algo que pueda
complacerme. ¡Qué bien has hecho! Dejaremos que la oca corra atada por una pata
y que engorde hasta San Miguel.
-Sí, pero
cambié la oca por una gallina –replicó el hombre.
-Ha sido un
buen cambio –dijo la mujer-. La gallina puede poner huevos y encobarlos y
tendremos pollitos. ¡Verás que pronto tenemos un gallinero! Precisamente es la
cosa que más deseaba.
-Sí, pero cambie la gallina por un saco de
manzanas podridas.
-Bueno,
¡mereces que te dé un beso! –exclamó la mujer-. Mi buen marido, ahora he de
decirte una cosa. ¿Sabes que apenas te has marchado me he puesto a pensar en
qué te gustaría más para cenar? Me he decidido por hacerte una empanada con
hierbas aromáticas. Tenía huevos y tocino, pero me faltaban las hierbas.
De
modo que he ido a casa del maestro, donde sabía que tenían hierbas; pero su
mujer, aunque arece buena, es una tacaña. Le rogué que me prestase un manojo de
hierbas. “Se las dejo”, me contestó. “Nada crece en nuestro huerto, ni una
manzana podrida –le he dicho-. No podría devolverle a usted ni una manzana
podrida.” Pero ahora puedo regalarle diez, un saco lleno. ¡Cuánto me alegro!
¡Si hasta me hace reír!
Y estampó un
beso estrepitoso en la mejilla de su marido.
-¡Nos gusta
esto! –dijeron los ingleses-. Cada vez de mal en peor, y siempre felices; eso
vale más que el dinero. Pagaremos a gusto la apuesta. Y según lo convenido,
pagaron al campesino una fanega de monedas de oro, ya que en vez de palos
recibía besos.
Sí, lo que
pesa en oro vale su mujer que siempre ve en su marido al hombre de más talento
y dice que todo lo que él hace está bien.
Este es el
cuento que me contaron cuando era niño. Yo os lo he contado a vosotros y así ya
sabéis que “lo que hace mi marido, bien hecho está”.
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