El ánfora encantada
Un campesino pobre, mientras trabajaba en su pequeña parcela de tierra, dio con la azada en algo duro. Excavó más a fondo y encontró una enorme ánfora de cerámica. Muy contento la llevó a su casa y le pidió a su mujer que la lavase. La mujer se puso enseguida manos a la obra.
Comenzó a lavarla con un cepillo, se inclinó sobre la boca del ánfora y se quedó pasmada: el recipiente estaba lleno de cepillos hasta el borde. Comenzó a sacar los cepillos, pero, a pesar de ello, el ánfora seguía siempre llena. Desde aquel día, el campesino se convirtió en un vendedor de cepillos. Iba a venderlos al mercado y obtenía suficiente dinero para mantener holgadamente a su familia.
Una vez, volvió al mercado con los bolsillos llenos de dinero y, mientras lo contaba, se le escurrió de los dedos una moneda de cobre que fue a pasar al ánfora.
De repente, desaparecieron los cepillos y el ánfora se llenó de dinero hasta el borde.
Ya eran ricos, porque el ánfora estaba siempre llena de dinero. Como suele suceder, sin embargo, quien tiene poco siempre quiere más, quien tiene mucho quiere todavía más. El campesino alojaba en su casa a su anciano padre. Mientras fueron pobres, el hijo había honrado a su padre y nunca lo había obligado a trabajar. Ahora su padre lo ponía nervioso, nunca estaba conforme con lo que hacía, hasta que le ordenó que sacase las monedas que contenía el ánfora.
El viejo trabajaba lo más rápido que podía. Se inclinaba sobre el ánfora y extraía las monedas. Pero en cierto momento se debilitaron sus fuerzas: cayó en el ánfora y murió.
Sólo entonces su hijo comprendió el daño que había hecho.
Se dio prisa en sacar a su padre del ánfora pero, cuando consiguió hacerlo, se quedó boquiabierto y espantado: en lugar de dinero, había en el ánfora un segundo cadáver. Se apresuró en sacar también a este y luego miró dentro de la vasija.
Había un tercero. Lo sacó, lo enteró, pero en el ánfora seguía habiendo otro. En poco tiempo volvió a ser pobre como antes, porque todo lo que tenía tuvo que gástalo para enterrar a los muertos del ánfora. Cuando hubo gastado la última moneda que le quedaba, el ánfora se rompió en mil pedazos y el campesino no tuvo más remedio que coger de nuevo la azada y volver a trabajar en su pequeña parcela de tierra.
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