El forjador de Hosbugo y la jaula mágica
Noran había aprendido a forjar gracias a su padre igual que este, antes que él, lo había aprendido de su abuelo, por lo que sabia que todas su familia descendía de forjadores y herreros que habían dado forma al metal para toda la ciudad de Hosburgo, cerca del país de Dirm. Noran había aprendido a calentar el metal hasta fundirlo y luego, a base de martillo y yunque, a darle forma. Desde que tenía memoria, todos sus antepasados habían trabajado dando forma al hierro, al cobre, al plomo, al acero y habían acumulado secretos y sabiduría sobre cómo hacerlo, hasta el punto de que Noran tenia fama de ser capaz de moldear incluso el mineral más duro. Su tátara- tatarabuelo había guardado el secreto de cómo fundir incluso los materiales mágicos; su tatarabuelo que había sido un excelente forjador, había descubierto cómo se podía moldear, a base de sustancias legendarias, el acero feérico; su abuelo, incluso había escrito una enciclopedia de los elementos que se necesitaban para la forja de armas mágicas; y su padre había diseñado el yunque y el martillo que ahora tenía él con piedra frenden, capaz de moldear cualquier material posible. El había sido heredero de todos aquellos avances y entendía que debía hacer el suyo para legárselo a su futuro hijo.
Un día, cuando había cantado el gallo, se presentó en el pueblo de Hosburgo, y en concreto en su herrería, un emisario del rey del país vecino de Ádraba, que portaba una extraña petición para él. Había llegado a los oídos reales que él era el mejor herrero del reino y necesitaba su ayuda de manera inmediata. El emisario, gordo y con bigote, le había despertado muy nervioso y se paseaba de acá para allá sin dejar de hablar demasiado rápido.
-Su majestad, está muy, repito, muy nervioso. Necesita de vuestra ayuda -le decía una y otra vez.
-Emisario, si no me decís de qué se trata, creo que no podré ayudaros -le repetía Noran.
Por fin, el emisario se sentó y tomó aliento. Noran le dio un vaso de agua y el paje se lo bebió de golpe.
-Pues veréis, maestro Noran, hace una semana la princesa Dana cumplía la mayoría de edad, y en palacio se celebró una gran fiesta. Se invitó a todo el mundo: otros reyes, princesas y nobles. Pero, lamentablemente, dejaron fuera de la invitación a la reina bruja Maleria que gobierna el país de Emoria, en el norte. Esta, al saberse despreciada, apareció de improvisto en la fiesta y, con su malvado poder, dejó encerrada a la princesa tras los barrotes de una cárcel que no tiene ni puerta ni cerradura.
A Noran le pareció muy grave aquella situación, y bastante desproporcionada, pues si no te invitan a una fiesta, tal vez puedas enfadarte, pero no tanto como para encerrar a nadie.
-¿Y qué pasó entonces? -le preguntó Noran.
-Pues que Maleria dijo al rey que la única forma de recuperar a su hija era que abandonase el trono y se lo diera a ella en menos de un mes. Si no tomaba esta decisión, su hija se vería prisionera de por vida.
-Vaya, sí que es una mujer desagradable.
-¡La princesa Dana encerrada tras barrotes negros que nadie ha podido abrir, ni fundir, ni quebrar!, ¡qué desgracia! Hemos llamado a todos los herreros y forjadores pero ninguno ha conseguido nada. Sois nuestra única esperanza. El rey os recompensará con aquello que pidáis.
Noran se quedó pasmado ante la historia. Tal vez lo mejor era convencer a la reina bruja Maleria de quitar el maleficio si nadie había podido hacer nada pero, por la cara del emisario, le daba la sensación que debían haber intentado de todo ya. Se dijo a sí mismo que por intentarlo no pasaba nada y que si lo conseguía al menos habría ayudado al rey y a su hija.
-Está bien -le contestó-. Iré a vuestro reino y veré que puedo hacer.
Así fue como recogió todos sus utensilios de trabajo: el yunque, el fuelle, el cincel y la maza y, tras cerrar la herrería y despedirse de los amigos, se dirigió al reino de Ádraba junto con el emisario.
La capital del reino vecino estaba a una semana de viaje, así que Noran se montó en su carro tirado por sus dos bueyes y comenzó a pensar en qué tipo de material no se podía fundir, ni quebrar ni malear. Estaba claro que todos los herreros habrían tratado de calentarlo sin éxito. Así que pensó que, si se trataba de un material mágico, debía tratar con magia para poder fundirlo y quebrarlo. Por eso recordó el secreto de su tátara- tatarabuelo: para calentar un material mágico se necesita un fuego fatuo, uno de esos seres que viven entre las ascuas de las chimeneas y que, a veces, se descontrolan y son capaces de quemar bosques enteros. Son seres hechos de llamas puras y su calor lo derrite todo. No tenia un fuego fatuo pero sabía donde podía conseguir uno. Exactamente donde, hacia mucho tiempo, lo había conseguido su abuelo.
-Dado que vamos de camino -le dijo al emisario-, haremos una parada en la cabaña de la bruja Melinda.
El emisario se quedó pálido. Había oído hablar de aquella bruja que se comía niños de todo tipo.
-No estoy muy seguro de que esto sea una buena idea -le contestó.
-Solo lo es si deseáis salvar a la princesa y al rey -sentenció.
El emisario asintió y condujeron el carro por el camino que conducía a la casa de la bruja Melinda. Pasados dos días de camino, la cabaña de la bruja apareció cerca del lindero del camino, en el claro del bosque. Al llegar frente a ella, Noran se bajó del cabestrante y se dirigió hacía la puerta. Por su parte, el emisario se quedó detrás del carro completamente aterrorizado. Noran abrió la puerta. La chimenea estaba encendida y, sobre ella, había una marmita burbujeando. El resto de la casa parecía abandonada.
Entonces, se acercó a la chimenea y vio como los pequeños fuegos fatuos estaban alimentando de calor la marmita, danzando nerviosos de uno al otro lado. El problema que surgió era que debía atraparlos pero no sabía cómo, pue cualquier cosa en donde los encerrar la terminarían derritiendo. De pronto, oyó ruidos que venían del sótano. Noran, con precaución, se acercó hasta una pequeña trampilla que conducía hacia el subsuelo. Al mirar por una de las rendijas vio a la bruja Melinda sentada en el suelo, arrodillada y llorando.
-¿Eres Melinda, verdad? -le preguntó.
-Así es -le contestó sollozando-, llevo encerrada en mi propio sótano mucho tiempo y, aunque son muchos los que han llegado a mi casa, ninguno me ha liberado.
-Es lógico -le contestó-, se dice que eres una bruja malvada.
-Lo era -contestó-, por eso terminé aquí. Los niños que yo encerraba fueron los niños que me encerraron a mí. En concreto, un elfo pequeño y muy listo. Sin embargo, después de todos estos años de encierro, lo único que deseo es salir y llevar una vida tranquila pero, por más que lo he dicho, nadie me ha creído por culpa de mis acciones del pasado.
Noran se quedó pensativo. Sin duda parecía que la pobre anciana decía la verdad y tal vez sería de ayuda para saber guardar un fuego fatuo.
-Yo te liberaré y confiaré en que no harás más mal a nadie -le propuso-. A cambio, tal vez puedas hacerme un favor.
-Nunca más haré mal a nadie, te lo prometo -le contestó con lágrimas en los ojos-, déjame ayudarte.
Noran abrió la compuerta y la anciana salió a su casa. Comenzó a abrazar a Noran sin parar y a darle las gracias. No paró de reír y saltar con sus ancianos huesos hasta pasado un buen rato. Después, cuando Noran le pidió consejo sobre cómo transportar un fuego fatuo, a ella le pareció la cosa más fácil. Cogió una vela multicolor de su armario, se acercó a la chimenea y la encendió. Uno de los fuegos fatuos se quedó bailando en ella. Entonces, le dijo:
-Los fuegos fatuos solo pueden quedar dormidos en el interior de una vela de las mil luces. Apágala ahora con dos dedos y cuando la vuelvas a encender, de nuevo aparecerá tu fuego fatuo.
-Gracias, Melinda, en verdad se nota que has cambiado.
Ambos se despidieron y Noran continuó su camino hacia Ádraba. Pasaron dos días más y el forjador fue pensando que, gracias al fuego fatuo, el martillo y el yunque, podría abrir las barras de la celda mágica. Sin embargo, había un problema al que seguro tendría que enfrentarse: las jaulas mágicas que, como todas las buenas celdas mágicas tenían una gran capacidad para reconstruirse, casi de forma instantánea.
Por eso, aunque pudiera fundir un barrote, y después con el martillo pudiera moldear la cerradura para abrirla, la cárcel tardaría muy poco en tomar la forma original. Tenía que pensar un plan para que eso no ocurriera.
Durante todo el camino hacia la capital, estuvo pensando en ello hasta que, de pronto recordó las palabras de su anciano abuelo diciéndole que tan importante era calentar el material como enfriarlo. En este caso lo pensaba congelar, de tal manera que los barrotes no pudieran reconstruirse. Había muchas formas de enfriar los materiales como, por ejemplo, con un poco de nieve. Pero en el caso de los materiales mágicos la cosa era muy distinta. Su abuelo ya le había aleccionado sobre esto y él sabía que, para congelar los materiales mágicos, era necesario tener nieve eterna.
Una nieve que no se derretía jamás y que congelaba todo lo que entraba en contacto con ella.
Su abuelo, y también su padre, le habían dicho dónde podía encontrarla hacía años.
-Querido emisario -le dijo-, como mañana tenemos que pasar por las montañas nubladas, dejadme hacer una parada en casa del hechicero ermitaño que vive allí.
-¿Queréis parar en casa del hechicero Dabalius? -le preguntó temeroso.
-Es indispensable.
El emisario palideció de nuevo, pues el hechicero que vivía en aquellas montañas tenía fama de ser un tipo huraño y poco amigable. Se decía que algunos desdichados que se habían cruzado en su camino habían terminado convertidos en estatuas de piedra por su magia.
Aun así Noran tendría que hablar con él para ver qué se podía hacer.
Pasado un día, ascendieron por los desfiladeros, se desviaron por la cueva del gigante, que se llamaba así por tener una entrada muy grande, y se plantaron con su carreta en frente de la cabaña del hechicero Dabalius. Efectivamente, la entrada tenia un jardín lleno de estatuas de piedra. El emisario se quedó tras la carreta temblando de miedo, mientras el joven Noran se acercó con paso firme, y llamó a la puerta.
-¿Quién va?- surgió una voz del otro lado de la puerta.
-Soy Noran, de Hosburgo, y he venido para hacernos un regalo.
Después de unos instantes la puerta se abrió de golpe. Tras ella, apareció un anciano encorvado, apoyado en una rama de forma incómoda. Tenía el cabello canoso y algo desaliñado y un ojo perlado por el que parecía ver más de lo que aparentaba.
-Escuchadme bien, joven -le dijo señalando con el dedo-, si venís a robarme, os convertiré en piedra antes de que parpadeéis. ¿Veis a todos estos? Pues es lo que querían y así se han quedado.
-No, no, señor Dabalius -le dijo tranquilo. Yo soy el mejor forjador de Hosburgo y he venido para deciros que voy a forjar un cayado para vos, uno irrompible y ligero.
El anciano abrió los ojos de par en par de la sorpresa.
Nadie le había regalado nada, y menos de una forma tan sincera, pues con su ojo perlado era capaz de ver la verdad y la mentira de quien hablaba.
-¡Querido joven! -le dijo entusiasmado-. Pasad, pasad, y tomaos una infusión.
-Me temo que tengo prisa, voy a Ádraba a sacar a la princesa de la jaula mágica. De hecho, cuando la haga, forjaré con uno de esos barrotes vuestro cayado -le contestó sereno.
-Un barrote de una jaula mágica es una cosa seria. No le será fácil, seguro que necesitará un poco de nieve eterna. Tengo bastante por aquí.
El anciano se acercó a sus estantes y cogió una pequeña bola de cuero que hacía las veces de una caja. El anciano la abrió y se la enseñó.
-Esta caja redonda de cuero es muy especial. Puede contener nieve eterna sin congelarse, pues está hecha de la piel del alce blanco de Ur que, como sabéis, por mucho frío que haga, no puede traspasar su piel.
-Muchísimas gracias, señor Dabalius. En unos días os traeré su cayado.
Dicho esto, se despidieron y comenzaron el descenso hacia la capital. El anciano se quedó en la puerta despidiéndose con una sonrisa y agitando la mano. Noran le correspondió pensando que el anciano no era tan malo como parecía. Todos los que se habían acercado a él habían sido ladrones y mentirosos que habían deseado robarle. Gracias a su ojo de la verdad los había descubierto y los había dejado como estatuas de piedra.
Por fin llegaron a Ádraba. El rey salió a recibirlos muy triste y deprimido.
-¡Maestro Noran, maestro Noran!, sois mi última esperanza, si no tendré que entregar mi reino, apenas queda tiempo. Venid y os mostraré dónde está mi hija.
Noran asintió y le siguió hasta el gran salón del trono donde, efectivamente, había una jaula, con barrotes y sin puerta alguna. En su interior estaba la princesa Dana hecha un ovillo. Noran miró al rey y le dijo:
-Majestad, dejadme hacer -le propuso-, decid a todos que salgan de la sala, que yo trataré de hacer el resto.
Así fue que, cuando Noran se quedó solo, encendió la vela de las mil luces y el fuego fatuo comenzó a calentar el material, que pronto se puso al rojo vivo. La princesa Dana le miró desde el otro lado de la celda.
-No os preocupéis, alteza -le consoló-, creo poder sacaros de aquí.
-Gracias por ayudarme -le contestó ella-, pero he de deciros que nadie ha conseguido ni siquiera calentar este material. No sé cómo lo habéis hecho.
-Tapad vuestros oídos -le dijo-, ahora tengo que deformarlo para que podáis salir.
Noran comenzó a golpear el barrote y este, poco a poco, comenzó a ceder.
Justo cuando ya estaba abierto y antes de que pudiera recomponerse, aplicó un poco de nieve eterna y el barrote quedó completamente congelado.
Después, con mucha habilidad y algo de fuerza, pudo coger uno de los barrotes para el anciano Dabalius. Uno por uno, fue moldeando barrotes, doblándolos y congelándolos hasta que la abertura fue lo suficientemente grande para que Dana saliera. Cuando la princesa Dana salió, se abrazó a él y salió corriendo para avisar a su padre de que ya estaba libre. El rey apenas podía creérselo cuando la vio libre. Con lágrimas en los ojos le dio las gracias a Noran y le dijo que podía pedir lo que él desease.
Noran sólo sonrió y pidió una comida caliente. Hubo hasta tres días de fiesta a los que, por supuesto, la malévola Maleria no fue invitada. Por su parte Noran regresó a casa de Dabalius, dónde le entregó el cayado y se tomó un té. Tras despedirse le dijo que volvería a visitarle y desde entonces, todos los años, Noran lo hace como una costumbre. Días después regresó a su casa en Hosburgo, donde muchos amigos suyos, que habían oído la historia, le dieron la enhorabuena.
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