El gigante Dondó y la vida tranquila
Dondó era un gigante que vivía cerca de una charca, en el país de Dimdiburgo, junto a su amiga la rana Dinia y la vaca Mel. Dondó era uno de esos gigantes enormes que, pese a su fuerza y su tamaño, eran del todo pacíficos porque amaban la naturaleza y la tranquilidad. El sabia de sobra que muchos gigantes eran malvados y que les gustaba aterrorizar a poblados enteros de humanos. Sin embargo, el había dejado muy claro que no deseaba ese tipo de vida y sus hermanos gigantes le habían dejado en paz, posiblemente porque, de entre todos, era el más fuerte y el más grande. Como cada mañana, se levantó y se tiró de cabeza a la charca. su amiga, la rana Dania, croó saludándole, y su amiga Mel emitió un mugido suave.
Mientras se bañaba apaciblemente, por el camino que conducía a su choza apareció una niña humana de unos diez años. Vestía una capa con caperuza de color rosa unos zapatos de charol. Parecía resuelta y decidida a llegar hasta su cabaña. Aquello le resultó extraño, pues los humanos tenían mucho miedo de los gigantes y nunca se aventuraban a salir de su territorio.
La niña se acercó hasta el y se frenó segura de si misma.
-¿Eres tu el gigante Dondó?
Aquella pregunta le pilló de sorpresa y apenas pudo balbucear un si.
-Perfecto- dijo-, porque es a ti a quien vengo buscando.
-¿A mi? -respondió con sorpresa.
Era raro ver a una niña de diez años sola andando por Dimdiburgo.
-Si, a ti. Eres el gigante más fuerte de todos y necesito tu ayuda. Me llamo Laura.
-Bueno, no sé cómo podría ayudarte-le contestó Dondó, saliendo del agua-, pero vamos a mi casa y cuéntame.
Dondó se secó, se puso su ropa, y presentó a Laura a sus dos amigas, Dinia y Mel.
Al atardecer, llegaron a la cabaña de Dondó, que para la pequeña Laura resultó enorme. Incluso el vaso de leche que le ofreció Dondó era como un barril grande y solo pudo dar unos sobros. Laura se sentó en una silla enorme y Dondó esperó paciente.
-Te he venido a buscar porque en mi tierra hay una roca que nadie puede levantar -le contó-. Una roca de un tamaño enorme.
Dondó se quedó completamente extrañado.
-¿Y por qué queréis levantar la roca? -le preguntó.
-Pues muy sencillo -prosiguió-. El pueblo donde vivo, Merlindabar, es una pequeña isla flotante en medio de un lago. Tan solo se puede acceder a él por un puente que lo une con la costa y ahora nadie puede entrar porque hay una roca en medio que lo hace imposible.
El gigante se tocó la barbilla sin comprender cómo era posible que una roca tan pesada hubiera ido a caer en medio de un puente que cruzaba un lago entero.
-¿Y cómo es posible que una roca apareciera allí? -le preguntó.
-No apareció. Cayó desde la montaña.
-¡Vaya! -contestó el gigante-. ¡Eso si que es una sospesa!
-Verás -continuó-, hace unas semanas hubo un gran terremoto. Todo el mundo alió corriendo para no ser aplastado por las rocas que caían desde las montañas que rodean el lago. Yo corrí, junto con todos, tanto como pude para salir del pueblo. Cruzamos por el puente y llegué hasta el otro lado del lago. Pero justo cuando terminó el terremoto, y antes de que pudiéramos entrar en la ciudad, una gran roca cayó allí en medio.
Así que todos nos quedamos fuera sin poder entrar en nuestras casas.
Dondó comprendió el problema. Así que se quedó pensativo. Si decidía ayudar a la niña, tendría que ir hasta la ciudad y quitar la pesada roca y, aunque creía que podría levantarla sin ningún problema, pensó que su vida apacible merecía más la pena y le dijo:
-Lo siento, joven Laura, pero no puedo ayudarte. Estoy demasiado cómodo en mi charca y no me apetece viajar ahora.
La joven le miró desconsolada y comenzó el camino de regreso.
Dondó la despidió amablemente y la vio partir hasta que se perdió por entre las ramas del bosque.
Los días pasaron y el gigante Dondó continuó su apacible vida. Se bañaba todos los días en su charca junto a su rana, y su amigo Mel le dedicaba cantos matutinos que le alegraban.
Un día, por el lindero del bosque apareció un pequeño duende con grandes orejas y nariz regordeta. Portaba unos anteojos muy gruesos y un bombín que iba a juego con los pantalones y el chaleco.
-Buenos días -saludó, quitándose el sombrero-. Mi nombre es Narnadiel y vengo buscando al gigante Dondó.
-Vaya -contestó Dondó -. Pues soy yo.
-¡Magnífico, magnífico! -le dijo sonriendo-.
Me han dicho que es usted el gigante más fuerte y, bueno, y he pensado que podría ayudarnos a mi y a mi ciudad.
-Pues si no me cuesta mucho trabajo... -le contestó.
-Bueno, verá, hace dos noches dormía tan plácidamente en mi casa, como ahora usted, que está sentado en su charca, cuando, de pronto, oí un profundo estallido, y de repente, sentí todo el árbol temblando. Cuando me asomé desde mi ventana, vi cómo el rio se había desbordado y, en fin, ahora toda mi ciudad está inundada.
-¡Vaya! Espero que no hubiera heridos -contestó Dondó.
-Gracias a la fortuna, los duendes de Frondadur tenemos las casa sobre los grandes ficus y nadie sufrió daño. Pero, amigo Dondó - continuó ajustándose los anteojos a su gruesa nariz -, me temo que seguirá así, a menos que hagamos una pesa. Lo que pasa es que los duendes no podemos hacer una presa de esas dimensiones sin alguien como usted.
-Entiendo -le dijo.
Dondó se quedó meditando. Si iba a ayudar a estos pobres duendes seguro que podría terminar la presa, además el era un buen constructor, pero tendría que dejar su charca, y también perder la calma y la tranquilidad que tanto le gustaba.
-Amigo duende -le dijo-, me temo que no quiero ir. Me gusta la calma y la tranquilidad y no deseo perderla. Además, no tengo obligación de ayudaros.
Narnadiel, el pobrecillo, se sintió apenado y se marchó por donde vino. El gigante Dondó le despidió agitado la mano hasta que el duende desapareció por entre los árboles del bosque.
Durante algunas semanas, Dondó volvió a restituir la calma, había recibido dos visitas en muy pocos días y no estaba acostumbrado.
Volvió de nuevo a sus baños en la charca junto a la rana y la vaca.
Sin embargo, una noche, comenzó a oír un zumbido fuera de la casa. Molesto por no poder dormir, se levantó y salió al porche. Al salir, vio ca un silfo agitando sus alas. Tenía los ojos saltones y las orejas puntiagudas.
-Señor silfo, no me deja dormir con el ruido que hacen sus alas -le dijo molesto.
-Disculpe -le dijo-, estoy buscando al gigante Dondó.
-Soy yo -contestó-, pero ¿no podría venir a verme por la mañana?
-Verá, es que es de máxima urgencia...- le contestó-. Mi nombre es Basiel y soy un silfo del pais de Hurumar; he venido a buscarle con la intención de pedirle ayuda.
Dondó no se podía creer lo que le estaba pasando. Todo el mundo quería su ayuda y él solo quería estar tranquilo. Se rascó la cabellera y le dijo al silfo que esperara a que amaneciera porque ahora estaba demasiado cansado.
El silfo se quedó entristecido, pues parecía tener mucha urgencia y su preocupación era grande. Aún así, cuando el gigante Dondó se levantó por la mañana y se estiró en el porche de su casa, el silfo Basiel seguía sentado en la puerta.
Dondó le miró algo contrariado, ya no se acordaba de que el silfo estaba esperándole.
-De acuerdo, está bien, cuéntame que ayuda necesitas -le dijo -, aunque no creo que pueda ayudarte, pues lo que más me gusta es las tranquilidad.
El silfo se levantó de un salto y le dijo:
-Verás, hace unas noches hubo una gran tormenta, y el viento tan fuerte que tiró uno de los grandes sauces sobre nuestras casas y ahora no podemos levantarlo. Me han dicho que eres el gigante más fuerte y que tú solo podrías levantarlo y ponerlo en su sitio.
Dondó se quedó pensativo y se volvió a tocar el cabello. Si ayudaba al silfo tendría que abandonar a su amiga la rana y a su amiga Mel, la vaca.
-Amigo silfo, no creo poder ayudaros- respondió finalmente -. Simplemente porque tendría que abandonar mi casa y eso me supondría no tener la tranquilidad en la que vivo. Basiel le miró con una profunda tristeza, levantó el vuelo con las alas y se despidió con un pequeño lamento. Dondó le observó hasta que se perdió por entre las ramas de entre los árboles mientras le saludaba con la mano.
El día pasó tan apacible como le gustaba a Dondó, pudo bañarse en su charca y disfrutar del canto de Mel y del croar de la rana Dinia. Ya por la noche decidió dormirse en su confortable colchón de paja. Era ya más de medianoche cuando volvió a oír un ruido por todo el bosque. Extrañado, se puso su ropa y salió al porche de su casa.
Al ver lo que allí había sus ojos se abrieron de par en par. Un montón de gente humana estaba construyendo casas junto a la suya. Entonces vio a la pequeña Laura entre todos ellos:
-Buenas, vecino -le dijo amablemente.
Dondó observó a todas aquellas personas. Apenas cargaban con lo que les había quedado y parecían tener hambre y sed.
Muchos se habían parado y habían comenzado a construir sus cabañas con martillos, serruchos y clavos.
-Disculpa, joven Laura, ¿puedes decirme qué hace toda esta gente aquí?
-Bueno, hemos decidido construir aquí nuestras casas, pues ya sabes que, en la ciudad de Merlindabar, hubo un terremoto y había una roca gigantesca que nos impedía entrar de nuevo en la ciudad.
No hemos tenido otro remedio que cambiar de sitio.
Pero no pueden venir aquí-contestó alarmado-, este es un sitio muy tranquilo. Laura sonrió y se encogió de hombros.
-Pues por eso, mejor este sitio que otro, ¿no? Además, el bosque es de todos, podemos compartirlo.
Dondó asintió y regresó a su casa completamente apesadumbrado. Cerró la puerta y no quiso saber nada.
Al día siguiente, los ruidos de serruchos cortando la madera le despertaron temprano. Adiós a su amada calma. Dondó se comenzó a arrepentir de no haber ayudado a tiempo a aquellos pobres humanos, pues ahora ellos no tenían donde ir y tenía que tener vecinos. Aún así, pensó que no tenía por qué ayudarlos si no quería.
Nada más salir de su casa, por la tarde, empezó a oír clavos y martillos también sobre las ramas de los árboles y pudo comprobar que también los duendes de Frondadur habían tenido que mudarse a otro lugar.
Entre ellos estaba Narnadiel, que le saludó.
-¿Qué hay, vecino?
-¿Pero que hacen ustedes aquí?
-Verá, sufrimos aquella inundación y, como hemos perdido casi todo, pensamos que esta era una buena zona para mudarse.
A Dondó le dio mucha pena otra vez y volvió a sentir que tal vez se había equivocado. Su calma y tranquilidad eran lo más importante, pero ahora tenia a humanos y duendes viviendo junto a él porque no tenían donde ir.
Por la noche los ruidos de carpintería cesaron y por fin pudo encontrar algo de calma. Durmió plácidamente hasta que, al amanecer, su casa tembló de golpe.
Un zumbido zarandeó todos los tabiques.
Dondó salió de la casa, pensando que se le iba a caer encima, cuando descubrió a un montón de silfos que agitaban sus alas haciendo aquel característico zumbido y se colocaban en la copa de los árboles.
Dondó se encontró completamente apabullado y, cuando quiso ir a buscar a Mel, la vaca, y a Dinia, la rana, comprobó que ya se habían mudado de charca. Entonces, entre aquellos silfos, descubrió a Basiel, que le saludó con la mano.
-¿Pero qué está pasando ahora? ¿Por qué estáis viniendo todos aquí? -preguntó Dondó.
-Buenos días -dijo Basiel-, nos hemos venido a este lado del bosque porque ya sabes lo que pasó en nuestro...
-Vale, vale, vale -le interrumpió-, tenéis razón...tenía que haberos ayudado y me equivoqué pensando solo en mi.
Así fue como Dondó comprendió que la mejor forma de poder ayudar a otros era ponerse en su lugar.
Por eso quitó la roca, construyó la presa y levantó el sauce. Los hombres, los duendes y los silfos, pudieron regresar a sus hogares, e incluso Dondó les ayudó a reconstruir aquellos que estaban dañados. Al terminar, se despidió de ellos diciéndoles que si necesitaban más ayuda, podían llamarle.
Durante mucho tiempo, los hombres, los duendes y los silfos acudieron a pedir ayuda a Dondó. Por ejemplo, cuando entró un trol enorme en Dimdiburgo, o hubo una tormenta gigantesca en Frondadur. Por su parte Laura, Narnadiel y Basiel fueron grandes amigos y ayudaron en muchas ocasiones a Dondó.
Dondó comprendió que lo más importante de haberles ayudado fue que, aparte de Dinia, la rana, y Mel, la vaca, había ganado tres nuevos amigos para toda la vida.
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