Las hadas

 Lilirien vivía en una pequeña granja de camino entre Formoburgo y el bosque de Adaris con su hermanastra mayor Olga y  su madrastra Gertrud. Su padre habia muerto hacia años y ella había quedado bastante desamparada, pues su madrastra le obligaba a limpiar y a servir constantemente. 


Desde que se levantaba hasta que se acostaba, Lilirien estaba trabajando y no  tenia ni un día libre. Les preparaba la comida, les hacia las camas, les recogía y lavaba la ropa y les traía el agua del bosque. Sin embargo, Lilirien era apreciada por todos los aldeanos de Formoburgo: era amable con todos y además era una de las chicas más bellas de la región.

 Su hermanastra Olga y su madre Gertrud eran, por el contrario, detestadas. Tenían mal carácter, eran cotillas, envidiosas y siempre tenían algo malo que decir de alguien. Una noche, mientras Lilirien estaba dormida, su madrastra, sintió una sed enorme y, desde la cama, la llamó para que acudiera. 


-¡Lilirien! -le gritó-. Tengo sed. Vete al rio del bosque y tráeme agua. ¡Date prisa!

-Si, madre! -le contestó.

Lilirien se puso el chal y unos pequeños zuecos y salió de la casa con el cántaro.


Caminó por el camino que serpenteaba hasta el rio, acompañada de los golpecillos del pájaro carpintero sobre la madera de su casa, el correr de las ardillas por las ramas de los árboles y los ratones de campo, los búhos y los conejos que se desplazaban por todo el bosque. Lilirien ascendió una pequeña colina hasta que, tras coronarla y gracias a la luz de la luna que refulgía en lo alto, divisó la cascada donde solía llenar el cántaro. 


Descendió hasta llegar hasta ella y extendió las manos para llenarla. Justo cuando se estaba retirando, sintió un pequeño chasquido de ramas tras ella. Lilirien, asustada, se giró rápido con el cántaro entre las manos. Comprobó que tras ella había una anciana algo encorvada, apoyada en su cayado. Tenia el cabello blanco y el rostro afable. 





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