El labrador y la cigüeña - Félix Maria Samaniego
Un labrador miraba muy preocupado sus campos sembrados
porque gansos, grullas y otras aves se estaban comiendo los granos que acababa
de esparcir sobre la tierra. Si seguían así, no iba a nacer el trigo, y ese año no cogería cosecha
alguna, ¡iba a pasar hambre!
Desesperado, puse por todas partes lazos para cazarlos. E
hicieron efecto. Al día siguiente se encontró con que habían caído en las
trampas las grullas, los gansos que comían sus granos, y también una cigüeña.
Cuando el labrador se acercó a ellos, la cigüeña, temblando
y llorando, le dijo:
-Señor labrador, déjeme ir, no me mate. Yo no he hecho nada. Yo no he comido
los granos como las grullas y los gansos. Yo le ayudo, señor, porque limpio sus
campos de culebras y víboras y de otros bichos. ¡Suélteme, buen hombre, por
favor y seguiré ayudándole! ¡No me mate!
Pero el furioso labrador no estaba dispuesto a escuchar ni
súplicas ni llantos, y le contestó:
-Tal vez sea verdad lo que me cuentas, cigüeña, pero yo sólo
puedo ver que estas junto a estos ladrones que se comían mi trigo. ¿Quién me
dice a mí que tú no hacías lo mismo?
Si tú no hacías como ellos, ¿por qué estabas a gusto en su
compañía? El que se siente bien con un
ladrón es porque también lo es él. ¡Tú seguirás su misma suerte!
La inocente cigüeña tuvo el mismo fin desgraciado que las
grullas y los gansos que le robaban el trigo al labrador. La compañía de los
malos no lleva más que a la desdicha.
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