El leopardo y las monas - Félix María Samaniego
En Tetuán, ciudad que está al norte de Marruecos, un
leopardo tenía problemas con la comida porque cazaba monas. Ya las cogía no a
pares, sino a docenas. Luego, las devoraba con muchísimo gusto. Pero al ver la
carnicería que hacía la fiera, las monas que no habían caído en sus garras, huyendo, se subieron a los altísimos
árboles, y el peligroso felino nada pudo hacer ya para cogerlas. Las miraba
como si fuesen uvas verdes, porque no estaban a su alcance.
El leopardo se moría de hambre y un día decidió hacerse el
muerto. El astuto cazador lo fingió tan bien que parecía que realmente se había
muerto de hambre porque no podía ya comer las monas, que eran su alimento.
Estaba tendido en el suelo, sin moverse.
Las monas desde lo más alto de los árboles lo vieron.
Esperaron toda la mañana porque no sabían si dormía o estaba muerto. Pero como el leopardo no hizo el menor
movimiento, no tuvieron duda alguna de que estaba muerto.
Hasta las monas más viejas y más sabias bajaron del árbol y empezaron a
dar saltos alrededor del leopardo muerto. Primero lo hacían mirando aún al
árbol al que subirse por si tenían que huir corriendo, pero luego ya se
olvidaron de él.
La mona más atrevida se acercó al muerto sin hacer ningún
ruido. Lo miró de patas a cabeza, y después lo olió e incluso se atrevió a
tocarlo. Nada: muerto y bien muerto. Y, contentísima, les dijo a gritos a las
otras monas:
-¡Venid! Está muerto y bien muerto. ¡Empieza ya a oler a muerto!
Entonces todas las monas bajaron rápidamente de los árboles,
incluso las más miedosas. Saltaban, gritaban. Se acercaban al leopardo muerto y
le tocaban la cara. Algunas le saltaron encima. Una se le arrimó y le hizo
mimos. Otra se tendió a su lado haciéndose la muerta, porque quería imitarle ¡y
no sabía que lo estaba haciendo de verdad!
El astuto leopardo seguía sin moverse, soportando todas las
monerías de las alegres monas. Dejó que se cansaran de correr, de saltar, de
hacer monadas.
Y cuando notó que los saltos ya no eran tan ágiles y que las
monas empezaban a calmarse, supo que estaban cansadas. Y entonces, ¡zas! Se
levantó con la ligereza que lo caracterizaba, con la fiereza del cazador experto que era, y pilló, mató,
devoró a todas las monas que pudo.
La fiera se parecía al Cid Campeador matando a sus enemigos
y cubriendo el campo de batalla con los cuerpos muertos. Así acabaron las
tontas monas.
El peor enemigo es el que finge que no puede causar daño. No
olvides la historia de las monas y del leopardo, porque el enemigo más
peligroso es el que intenta inspirar confianza para no hallar el golpe al
atacar.
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