El león y la zorra - Esopo


Se había hecho  viejo el fiero león. Cuando era joven, saltaba, corría a una velocidad asombrosa. Ahora ya no podía. Hambriento y fiero, perseguía al becerrillo y al cordero, pero era en vano porque no podía atraparlos. Ellos trepaban muy veloces por la áspera montaña y huían de sus garras. El viejo rey león  llevaba días sin comer, y le veían  ya las costillas de lo flaco que estaba. Pensó que, si no se espabilaba, se iba a morir de hambre más que de viejo. Estuvo pensando, pensando y, al final, encontró el remedio.
Hizo correr la voz de que estaba muy enfermo en su palacio, que quería despedirse de sus súbditos más queridos y mandó que fueran a verle.
Algunos acudieron al instante. Pero como la enfermedad del  viejo león era un hambre voraz, con el primer visitante se le curó ya un poco, porque éste entró a verle, pero ya no salió. Le receta del médico –que esta vez era el propio enfermo –decía: <<Comerse a la visita>>.
Así uno tras otro  fueron a ver l ilustre enfermo, y él a cada visita estaba más sano porque recobraba sus fuerzas y lo hacía sencillamente comiendo a esas queridas visitas.
Le tocó el turno de acudir al palacio a la zorra. No podía desobedecer la orden de su rey, el viejo y fiero león. Como era muy astuta, se acercó sólo a la puerta del palacio, sin entrar en él. Y  empezó a mirar y a olfatear la entrada de aquella mansión, que era en realidad una oscura,  honda y lóbrega cueva.
El león, que estaba ya muy sano, la divisó y le dijo:
-Zorra, mi querida amiga, entra, entra. Ven acá, que me siento en el último instante de mi vida. Ya no me quedan fuerzas. Acércate a mí, haz como los otros, querida amiga. Y la astuta zorra le contestó:
-¿Cómo los otros? ¡Ay, señor! No quiero yo hacer como los otros, porque he visto que entraban, pero no que salían. Veo muy bien lo que ha quedado de ellos, sólo huesos y rastros de sangre. ¡No se debe entrar a un lugar de donde no se sale!
Y la zorra se marchó huyendo de su rey, el fiero león. E hizo bien porque, si no, hubiera acabado como las otras visitas del soberano, que no podía correr por ser viejo, pero sí pensar precisamente por  serlo. Ser prudente vale mucho.


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